(Columna publicada en la revista Generación de El Colombiano el 4 de febrero de 2024)
https://www.elcolombiano.com/generacion/criticos/chejov-o-la-profunda-sencillez-ED26523351
Si Chéjov viviera, habría cumplido 165 años el pasado 29 de enero. Por tal
motivo, nos detenemos a hablar de este genio del relato y el teatro.
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Antón Chéjov. Fotografía de Osip Braz, 1898. Coleccón: Tretyakov Gallery. |
Anton Chéjov, o Anton Pablovich Chéjov, como le decían sus amigos, pertenece a esa clase de seres que parecen ayudados por fuerzas sobrenaturales para que les rindiera tanto la vida.
Nacido
el 29 de enero de 1860 vivió apenas hasta ver asomar el siglo XX: murió el 15
de julio de 1904. Y cualquiera de las obras —relatos, dramas, comedias— que uno
agarre a ciegas en su bolsa de creaciones, tiene garantía de calidad, como
pocas veces sucede entre personas que escriben tanto.
Nació
en el imperio ruso y murió en Alemania, aquejado de una tuberculosis que
arrastró desde antes de cumplir los treinta años, y que contrajo al atender
pacientes. Al principio escribía por el dinero que le pagaban las revistas por
cuentos llenos de humor. Entendía que “la medicina era su esposa y la
literatura, su amante”. Sin embargo, como sucede a veces con las amantes, la
escritura llego a convertirse en algo importante que ocupaba buena parte de su
tiempo y de la que aprendía cada vez más.
Casi
todos los lectores celebramos sus obras teatrales y sus relatos, porque los
cuenta con la sencillez de quien habla con alguien de confianza sobre un suceso
anodino que ocurrió en la casa, y, como sin esfuerzo, consigue profundizar en
el alma de los personajes, pintar sus preocupaciones y sueños, así como ahondar
en la historia y la geografía del lugar y el paisaje en el que se desarrollan
los hecho, en la descripción de las costumbres y modos de vida. Lo consigue
casi imperceptiblemente, como si anduviera en calcetines para no perturbar a
los personajes o para no ahuyentar a los lectores con complejidades
innecesarias cuando existen los modos simples de narrar las cosas.
Creaciones
teatrales como La gaviota, El tío Vania,
Las tres hermanas y El jardín de los
cerezos, o relatos como El hombre
irascible, El pabellón número 6 y La
dama y el perrito son lecturas constantes entre quienes disfrutan del fino
humor y la ironía, que colman la condición humana, representados situaciones
contradictorias y frustrantes.
Independencia y
filantropía
Hay
un asunto inquietante, una curiosidad que, además de ser un elemento bello, es
sustancial en la vida de Chéjov. Nacido en el imperio ruso, regido por zares y en
un feudalismo todavía vigoroso, Chejov tuvo por abuelo un mujik. Es decir, un
siervo campesino, propiedad de un señor que podía hacer con él lo que quisiera:
negociarlo o jugarlo a las cartas. Pero él, Yegor
Mijáilovich Chéjov reunió 875 rublos para pagar su libertad y la de sus
cuatro hijos, lo cual consiguió en 1841. Es decir, veintiún años antes del
nacimiento de Anton. Si no hubiera sucedido esto, tal vez Anton Chéjov habría
nacido esclavo y no se habría podido dedicar a las letras, a la medicina ni a
nada de lo que suele hacer un hombre libre... Pero, de qué hablo, sabiendo que
el hubiera no existe. Es una
alternativa que no tiene posibilidad en esta realidad; al menos no en esta.
De
todos modos, gracias al abuelo, el papá de Anton, Pavel Chéjov, pudo formar un
coro de iglesia y dirigirlo. En este grupo, los hijos, entre ellos nuestro
autor, participó, aguantándose las rabietas del progenitor. Y, bueno, ya nos
dimos cuenta lo que hizo Anton con su libertad.
Y
este tema, el de la libertad y la independencia, fue importante en su
escritura. Quedó explícito en la novela titulada Mi vida. Relato de un
provinciano, donde habla de lo injusto que resulta que unos sometan a otros,
que algunos se sientan con derecho a excluirse del trabajo físico, que, por
cierto, discriminan como si se tratara de una peste. En esta obra, en gran
medida autobiográfica, un joven llamado Misail Poloznev renuncia a privilegios
del capital y la educación y decide ganarse la vida mediante trabajos manuales,
en contra de la opinión de su familia y afrontando el rechazo social. En alguna
parte, expone su pensamiento:
“Es
preciso que los fuertes no esclavicen a los débiles, que la mayoría no sea para
la minoría un parásito o una sanguijuela que les chupa de forma crónica la
mejor de su savia, es decir, hace falta que todos, sin excepción —fuertes y
débiles, ricos y pobres— participen de un modo igual en la lucha por la
subsistencia, cada uno para sí, y en este sentido no hay mejor remedio para
nivelar a la gente que el trabajo físico en calidad universal, obligatorio para
todos”
Magnificencia
Al
tiempo que crecía su ingenio narrativo, su capacidad para crear historias, se
incrementaba su filantropía. Sentimiento que, no solo porque lo indique el Juramento
Hipocrático y lo repasen los facultativos como una pieza literaria arcaica,
debe acompañar a quienes, como él, se dedican a curar a los semejantes. Una actitud
compasiva por el dolor de los otros seres, sin pensar en la compasión
cristiana, sino ante todo, humana. La idea de que, por mezquinos que seamos los
individuos, por pasionales o tanáticos, a la hora de enfrentar el sufrimiento
estamos totalmente solos y desprotegidos.
Sé
de esa condición suya porque Máximo Gorki, el autor de La madre, quien fue su amigo —un amigo orgulloso de serlo—, lo
contó, no solo en cartas, sino en un comentario titulado “Recuerdos de Chéjov”,
el cual constituye el prólogo del libro de Teatro,
publicado por Editorial Porrúa *.
Comienza así:
“Una vez me invitó a ir
con él al pueblo de Kutchuk-Koij, donde tenía un poco de terreno y una casa
blanca de dos pisos. Allí, mostrándome sus «dominios», me dijo amistosamente:
—Si yo fuese rico habría
construido aquí un sanatorio para maestros de escuela. Habría hecho un gran
edificio, limpio y claro, con grandes ventanales y techos muy altos. Habría
reunido una hermosa biblioteca, diversos instrumentos de música, colmenas;
habría arreglado un jardín-huerta… Se habrían dado conferencias y explicaciones
de agricultura, de meteorología. ¡El maestro debe saber de todo, querido amigo,
de todo!”.
En su disertación, Gorki
muestra varias ideas en este sentido, el de ayudar a los otros. Y no digamos
que Chéjov hablaba por hablar o fantaseaba en voz alta. En las biografías
aparece que, médico de pueblos, recorría larguísimas distancias para visitar
enfermos; trabajó en Moscú, en 1892, como voluntario, en la prevención de la
epidemia del cólera. Con su esposa, la actriz Olga Knipper, recaudó fondos para
paliar la hambruna de los campesinos de Samara, que perdieron sus cosechas en la
temporada de 1898. Viajó a campos de prisioneros para ayudar a los condenados. Construyó
escuelas. Reunió dinero para edificar un sanatorio de tuberculosos…
En cuanto al modo de
ser, Chéjov no era el típico escritor rebosante de egolatría. Ni el típico
médico que respira soberbia. Gorki lo describe como dueño de “una modestia
especial y pudorosa”.
Va
una muestra
Pero citemos unas líneas
del cuento “La corista”, para que, al tiempo que hablamos de él, nos recreemos
con su arte:
“Una vez, cuando era más
joven, más bonita y tenía mejor voz, Nikolai Petrovich Kolpakov, su admirador,
estaba en el chalet de ella sentado en una habitación del entresuelo. El día
era intolerablemente caluroso y sofocante. Kolpakov acababa de comer y de
beberse una botella entera de pésimo vino de Oporto, estaba de mal humor y tenía
mal cuerpo. Ambos se aburrían y aguardaban a que menguara el calor para salir a
dar un paseo.
De pronto sonó un
campanillazo en el recibimiento. Kolpakov, en mangas de camisa y zapatillas, se
levantó de un salto y miró a Pasha inquisitivamente.
—Será el cartero o quizá
una de las amigas —dijo la cantante.
Kolpakov no se hubiera
cohibido ante el cartero o las amigas de Pasha; pero, por si acaso, cogió su
chaqueta y se metió en la habitación contigua mientras Pasha corría a abrir.
Cuál no sería la sorpresa de esta cuando vio en el umbral de la puerta no al
cartero ni a una amiga, sino a una mujer desconocida, joven, hermosa y vestida
con elegancia; a todas luces una señora.
La desconocida estaba
pálida y respiraba con esfuerzo, como sofocada de subir la escalera.
—¿Qué desea? —preguntó
Pasha.
La señora no contestó al
momento. Dio un paso adelante, miró en torno suyo y se sentó en una silla como
si no pudiera seguir de pie a causa de la fatiga o por hallarse indispuesta.
Sus labios pálidos se movían en silencio, tratando de decir algo.
—¿Está aquí mi marido?”.
Este, sin duda, es un
buen punto para dejar el ejemplo de la narración y continuar con los
comentarios sobre este autor.
Recomendaciones
En
literatura, el legado de Chejov es inmenso. Para dar realce y fuerza a sus
narraciones, proponía mostrar, más que contar.
Enseñarle al lector lo que sucede, en lugar de relatárselo. Para que sea este
quien se represente de una manera más vívida lo que la narración le refiere.
Que vea y sienta lo que ocurre.
“No me digas que la luna está brillando; muéstrame el
destello de la luz en los cristales rotos”. En una carta a su hermano, el ruso
le dijo. “en las descripciones de la Naturaleza, uno debe aprovechar los
pequeños detalles, agrupándolos de modo que cuando el lector cierre los ojos
obtenga una imagen. Por ejemplo, tendrá una noche iluminada por la luna, si
escribes que en el dique del molino un trozo de vidrio de una botella rota
brilló como una estrellita brillante y que la sombra negra de un perro o un
lobo pasó rodando como una pelota”.
Y, por supuesto, practicaba lo que predicaba. Se aprecia en
sus obras a cada paso. Leamos una corta descripción que aparece en el relato “Enemigos”:
“El vestíbulo estaba a oscuras, y en la persona que entró
solo podían vislumbrarse la mediana estatura, la bufanda blanca y el rostro
ancho y pálido, tan pálido que se diría que con la aparición de ese rostro se
había iluminado el vestíbulo…”.
Y esta otra, en el mismo cuento:
“Por la voz y los ademanes del visitante se echaba de ver que
estaba agitadísimo. Como alguien aterrorizado por un incendio o por un perro
rabioso, apenas podía contener su respiración anhelante y hablaba de prisa, con
voz trémula, y algo inequívocamente sincero, como de miedo infantil, vibraba en
sus palabras”.
Otro de los elementos de su poética y que hace parte del legado a los autores dramáticos y narrativos es el que los teóricos llaman “el arma de Chéjov”. Cada elemento que se mencione en una obra debe ser necesario e irremplazable. De lo contrario, es mejor eliminarlo. Y como le gustaba hablar con imágenes, es decir, mostrar más que decir, lo explicó así: “Elimina todo lo que no tenga relevancia en el relato. Si dijiste en el primer capítulo que había un rifle colgado en la pared, en el segundo debe ser descolgado inevitablemente. Si no va a ser disparado, no debería haber sido puesto ahí”.
Desde
hace tiempos, tal vez el relato de Chéjov que prefiero es “El pabellón número 6”.
Cuenta la historia de Andrei Efímich, director de un hospital mental. Analítico
y estudioso, establece una amistad intensa con uno de los internos llamado Iván
Dmítrich, en quien observa y reconoce una gran inteligencia. El director
frecuenta al paciente para hablar con él. A partir de este vínculo, lentamente,
se va produciendo en el facultativo un cambio en la manera de percibir y
comprender la vida, la realidad y el mundo. A contracorriente de la manera en que
la sociedad y la ciencia consideran normal. Ocurre, ante el lector y los demás
personajes, un cambio de roles: el director del hospital, destituido, se
convierte en objeto del sistema de salud, despiadado y deshumanizado que él
mismo había administrado y compartido por años.
En
alguno de sus apartes se lee esta cruda explicación de la existencia:
“La
vida es una trampa enojosa. Cuando un pensador alcanza su plenitud y llega a la
madurez de su conciencia, se siente entonces como quien ha caído en una trampa
de la que no hay salida. De hecho resulta que, en contra de su voluntad y por
cualquiera de las casualidades, se vio llamado del no ser a la vida… ¿Para qué?
Quiere saber el sentido y el fin de su existencia y no hay respuesta a esto, y
si la hay es un disparate, llama uno a esa puerta y no le abren; llega después
la muerte, también en contra de su voluntad (…)”.
De
Anton Chéjov se puede escribir sin límite. Sin embargo, para dejar aquí este
comentario, menciono dos elementos. El uno es una curiosidad: considerado uno
de los fundadores del cuento moderno, en compañía de Edgar Allan Poe y Guy de
Moupassant, vivió 44 años, en tanto que el norteamericano vivió 40 y el
francés, 43. El segundo elemento hace parte de los “Recuerdos de Chéjov”
escritos por Gorki. Es un lamento reiterado por la circunstancia grotesca que
rodeó la muerte de su amigo. Tras el deceso, el cadáver llegó a Moscú en un
camión de transportar ostras. Gorki encuentra en esto una ironía, porque Chéjov,
si bien amaba el humor, odiaba la vulgaridad. Y, al parecer, “la vulgaridad se
vengó de él” con ese trato post mortem.
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*Chejov,
Anton (1993). Teatro. La gaviota, Tío Vania, Las tres hermanas, El Jardín de
los cerezos. México D.F., Editorial Porrúa, colección “Sepan cuantos…” Núm.
454. Prólogo de Máximo Gorki.
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