(Columna
Río de Letras publicada en el diario ADN, semana del 3 al 9 de febrero de 2025)
Tendida
en la cama varios días, mientras moría, Addie Bundren supervisaba la
fabricación de su ataúd. Con su muerte habría de emprender una odisea. Había
hecho prometer a los de su familia que llevarían su cadáver hasta Jefferson, y
enterrarla con sus parientes.
El
invierno fue el más crudo de cuantos recordaban. Feroces aguaceros arrasaron
puentes, inundaron campos y desdibujaron caminos. La tenacidad de la familia se
puso a prueba. El río crecido estuvo por llevárselos a todos. Más tarde,
soportaron un incendio. En el camino, debían defender de los gallinazos el cuerpo
en descomposición.
Es
la novela Mientras agonizo, de
William Faulkner, cuya primera edición salió en 1930. Faulkner pinta, igual que
en otros libros, la idiosincrasia de granjeros egoístas y toscos, como si
hubieran quedado en obra negra, pero leales a la hora de cumplir su palabra.
Si
invito a leerla es, claro, por la historia absurda, perteneciente a una
realidad maravillosa. Está contada por 15 personajes, mediante la técnica del
flujo de conciencia, que muestra el torrente de pensamientos y sentimientos de cada
narrador. Son notables unas historias secundarias que se insinúan, pero no se
desarrollan, como la del embarazo de una de las hijas de la vieja Bundren, tal
vez producto de una relación incestuosa.
“Por
eso se pone ahí fuera, bajo la mismísima ventana, a clavar y serrar esa
condenada caja. Donde ella le vea. Donde todo el aire que aspire esté
impregnado de sus martillazos y aserranes, donde ella pueda verle y decir:
“Mira, mira qué cajita te estoy haciendo”.
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