(Columna publicada en la revista Generación de El Colombiano, el 5 de febrero de 2025)
https://www.elcolombiano.com/generacion/criticos/el-patriarca-en-sus-50-FD26523161
ENTRADILLA = En 2025 se cumple medio siglo de la primera edición de El otoño del patriarca, la novela de García Márquez. Su mensaje sigue vigente.
Este año, en marzo para ser exactos, se celebran cincuenta años de la primera edición de El Otoño del patriarca, la novela de Gabriel García Márquez. Obra que aún envía fuertes señales de vigencia.
Totalitarismo.
Este es el tema de tal pieza narrativa, perteneciente al subgénero de
dictadores, común entre autores iberoamericanos del siglo XX. Pio Baroja escribió
Tirano banderas; José Mármol, Amelia; Roa Bastos, Yo el supremo; Miguel Ángel Asturias, El señor presidente… Y Vargas Llosa, ya en el siglo XXI, La fiesta del Chivo… En su momento, las
dictaduras de derecha eran comunes. Varios países sufrieron esa experiencia
amarga en la que el poder recae sobre una persona y sus áulicos. Francisco
Franco, en España; Alfredo Strossner, en Paraguay;
Augusto Pinochet, en Chile; Gustavo Rojas Pinilla, en Colombia; Castelo Branco,
en Brasil; Rafael Leonidas Trujillo, en República Dominicana, entre otros.
Hay dictaduras militares, de partido único o de caudillos. La
que nos ocupa pertenece a la tercera de estas categorías. Pero de esto que
hablen los politólogos. Lo cierto es que en todas ellas, el sistema de gobierno
está basado en la siembra del terror entre el pueblo, medidas represivas contra
los disidentes y líderes opositores, censura de prensa y de expresión en
general, prohibición de las reuniones, quema o decomiso de libros que puedan
proponer pensamientos distintos al oficial, propaganda permanente sobre la
grandeza del tirano —lo que también se llama culto a la personalidad—, violación
de los derechos humanos y de las libertades individuales…
Estas y otras características, mencionadas así en los libros
de sociología, son evidentes en la obra que festejamos. No de manera teórica o
escueta, pero sí reflejada en ideas, palabras y acciones que se narran en el
volumen.
Zacarías
La del cataquero narra la historia de un dictador de un país
del Caribe sin identificación precisa, cuyo mandato duró más de cien años. Zacarías,
tal es el nombre del patriarca —se menciona una sola vez en la novela—. Sin
educación alguna, llegó al mando a consecuencia de un golpe militar auspiciado
por los ingleses, y lo conservó gracias al permanente respaldo de los gringos. Cuando
entramos a la historia ya es un hombre viejo. No recuerda su edad, solo que
oscila entre los 107 y los 232 años. Tal vez una forma de dar a entender que
los dictadores siempre han querido incrustar en la mente de los individuos la
idea de que las cosas siempre han sido de esta manera y así deben ser. Que si
hubo un tiempo antes de su llegada al gobierno, es tan remoto que prácticamente
debe considerarse inexistente.
Su
madre, Bendición Alvarado, enseñada a ser una mujer pobre toda la vida, más
bien andrajosa y mal calzada, se ganaba la vida pintando pájaros para venderlos
en el mercado. Se convirtió, sin darse cuenta, en una de las mujeres más ricas
del mundo, porque el hijo ponía a su nombre cuantos bienes conseguía. Tras su
muerte, el dictador expidió para ella un decreto de canonización, que respaldó
con milagros post mortem, inventados
por sus seguidores solo para congraciarse con él.
Estas
y otras extravagancias —la duración de la dictadura, la edad del patriarca, la
canonización civil de la mamá— son muestras, claro, del realismo mágico, que exhibe
acontecimientos posiblemente reales con elementos fantásticos y fabulosos. La
exageración es una de las sustancias de esta tergiversación. Podemos mencionar,
para conformar un bello racimo de elementos fantásticos —los que más seducen en
la literatura garciamarquiana—, algunos más. Por ejemplo, que el dictador tenía
un doble, Patricio Aragonés, quien murió por él, lo cual le sirvió para fingir
su propio deceso. Que por la traición de su lugarteniente, el general Rodríguez
de Aguilar, el patriarca dio la orden de que lo mataran y guisaran, e hizo que
sus ministros se lo comieran. El realismo mágico, movimiento literario que
comenzó en Europa en la primera mitad del siglo XX, se afana por mostrar lo
irreal y extraño como si fuera algo cotidiano y común.
Sin
embargo, si bien tales hechos “fantásticos” acuden, como hemos dicho, por la
riqueza expresiva del movimiento, en América Latina abundan actos así,
grotescos, de dictadores que parecen desquiciados y de mafiosos estrafalarios. Se
sabe que, en la dictadura de Pinochet, mientras los militares torturaban a los
presos políticos, hacían sonar a altísimo volumen canciones como “My sweet lord”, de George Harrison; “Libre”, de
Nino Bravo; “Así nacemos”, de Julio Iglesias, o “Un millón de amigos”, de
Roberto Carlos. De este modo evitaban que se oyeran los gritos. Los mismos
sobrevivientes lo han revelado en entrevistas.
Para
no ir muy lejos, en Envigado, en los años ochenta del siglo pasado, había un
narcotraficante que, en pleno parque central, arrojaba a la jura, es decir, a
cualquier lado, puñados de billetes para que las personas se lanzaran,
estrujaran y hasta se pelearan por agarrar algunos. Instaba a que mujeres y
hombres inescrupulosos apiñados en torno suyo y que se prestaban para su circo,
hicieran fila para que él les impusiera retos asquerosos —comerse una cucaracha,
bien podía ser uno de ellos—, a cambio de una suma de dinero. Además de
estrambóticos y exhibicionistas, en ese tiempo los métodos violentos de los
“narcos” también se caracterizaban por una creatividad macabra y una sevicia
sin cuento.
Así,
las excentricidades de los tiranos y de los mafiosos suelen parecerse. La sensación
de dominio y autoridad hace que los caciques se embriaguen de poder y sus adeptos
les mantengan la copa servida para que no se les baje la borrachera. Tal
relación fomenta la megalomanía, es decir, los delirios de grandeza de los
primeros y el espíritu servil de los segundos.
Un
día, Zacarías, al preguntar la hora a uno de sus áulicos, este le contestó: “La
que usted ordene, Su Excelencia”.
Por ejemplo
Estas
son las primeras palabras de El otoño del
patriarca, obra que, por cierto, comienza por el final y con una imagen
surrealista, la de las aves carroñeras enseñoreadas de la casa presidencial:
“Durante
el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa
presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y
removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada
del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna
brisa de muerto grande y de podrida grandeza. Sólo entonces nos atrevimos a
entrar sin embestir los carcomidos muros de piedra fortificada, como querían
los más resueltos, ni desquiciar con yuntas de bueyes la entrada principal,
como otros proponían, pues bastó con que alguien los empujara para que cedieran
en sus goznes los portones blindados que en los tiempos heroicos de la casa
habían resistido a las lombardas de William Dampier. Fue como penetrar en el
ámbito de otra época, porque el aire era más tenue en los pozos de escombros de
la vasta guarida del poder, y el silencio era más antiguo, y las cosas eran
arduamente visibles en la luz decrépita. A lo largo del primer patio, cuyas
baldosas habían cedido a la presión subterránea de la maleza, vimos el retén en
desorden de la guardia fugitiva, las armas abandonadas en los armarios, el
largo mesón de tablones bastos con los platos de sobras del almuerzo dominical
interrumpido por el pánico, vimos el galpón en penumbra donde estuvieron las
oficinas civiles, los hongos de colores y los lirios pálidos entre los
memoriales sin resolver cuyo curso ordinario había sido más lento que las vidas
más áridas, vimos en el centro del patio la alberca bautismal donde fueron
cristianizadas con sacramentos marciales más de cinco generaciones, vimos en el
fondo la antigua caballeriza de los virreyes transformada en cochera, y vimos
entre las camelias y las mariposas la berlina de los tiempos del ruido, el
furgón de la peste, la carroza del año del cometa, el coche fúnebre del
progreso dentro del orden, la limusina sonámbula del primer siglo de paz, todos
en buen estado bajo la telaraña polvorienta y todos pintados con los colores de
la bandera”.
Voces y puntos
Uno
de los aspectos que llaman la atención de muchos lectores es que esta obra
cuente apenas con cinco puntos aparte. También, que los narradores sean varios
y sus voces se mezclen, como en la vida, que nos quitamos la palabra unos a
otros para contar lo que pasa, para dar nuestra versión del asunto. La novela comienza
con un narrador en primera persona del plural, un nosotros que no sabemos bien
a quienes representa. A lo largo del relato, hay apartes relatados por el
personaje central y, así, las voces se van turnando cuando menos se piensa.
Todo
eso es parte de la experimentación literaria que se vivió en el siglo XX. La
estructura del relato no tiene que ser clara, ordenada ni lineal. Por tanto,
exige mayor compromiso del lector, un aporte adicional de atención para que no se
extravíe en el camino.
Desde
el título, García Márquez demuestra una vez más que le dedicaba tiempo y neuronas
a encontrar el adecuado, sonoro y diciente para cada obra.
Recuerdo haber leído en alguna parte —o tal vez soñé— que, al preguntarle por el sentido de esta novela, en relación con los dictadores iberoamericanos, el autor contestó que no se había propuesto nada parecido, sino solamente hacer un canto a la vejez. ¿Sería un comentario mamagallista este que recuerdo o tal vez soñé, por parte del escritor? Muy seguramente.
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