viernes, 7 de febrero de 2025

El patriarca, en sus 50

(Columna publicada en la revista Generación de El Colombiano, el 5 de febrero de 2025)

 

https://www.elcolombiano.com/generacion/criticos/el-patriarca-en-sus-50-FD26523161



ENTRADILLA = En 2025 se cumple medio siglo de la primera edición de El otoño del patriarca, la novela de García Márquez. Su mensaje sigue vigente.





Este año, en marzo para ser exactos, se celebran cincuenta años de la primera edición de El Otoño del patriarca, la novela de Gabriel García Márquez. Obra que aún envía fuertes señales de vigencia.


Totalitarismo. Este es el tema de tal pieza narrativa, perteneciente al subgénero de dictadores, común entre autores iberoamericanos del siglo XX. Pio Baroja escribió Tirano banderas; José Mármol, Amelia; Roa Bastos, Yo el supremo; Miguel Ángel Asturias, El señor presidente… Y Vargas Llosa, ya en el siglo XXI, La fiesta del Chivo… En su momento, las dictaduras de derecha eran comunes. Varios países sufrieron esa experiencia amarga en la que el poder recae sobre una persona y sus áulicos. Francisco Franco, en España; Alfredo Strossner, en Paraguay; Augusto Pinochet, en Chile; Gustavo Rojas Pinilla, en Colombia; Castelo Branco, en Brasil; Rafael Leonidas Trujillo, en República Dominicana, entre otros.


Hay dictaduras militares, de partido único o de caudillos. La que nos ocupa pertenece a la tercera de estas categorías. Pero de esto que hablen los politólogos. Lo cierto es que en todas ellas, el sistema de gobierno está basado en la siembra del terror entre el pueblo, medidas represivas contra los disidentes y líderes opositores, censura de prensa y de expresión en general, prohibición de las reuniones, quema o decomiso de libros que puedan proponer pensamientos distintos al oficial, propaganda permanente sobre la grandeza del tirano —lo que también se llama culto a la personalidad—, violación de los derechos humanos y de las libertades individuales…


Estas y otras características, mencionadas así en los libros de sociología, son evidentes en la obra que festejamos. No de manera teórica o escueta, pero sí reflejada en ideas, palabras y acciones que se narran en el volumen.

 


Zacarías

La del cataquero narra la historia de un dictador de un país del Caribe sin identificación precisa, cuyo mandato duró más de cien años. Zacarías, tal es el nombre del patriarca —se menciona una sola vez en la novela—. Sin educación alguna, llegó al mando a consecuencia de un golpe militar auspiciado por los ingleses, y lo conservó gracias al permanente respaldo de los gringos. Cuando entramos a la historia ya es un hombre viejo. No recuerda su edad, solo que oscila entre los 107 y los 232 años. Tal vez una forma de dar a entender que los dictadores siempre han querido incrustar en la mente de los individuos la idea de que las cosas siempre han sido de esta manera y así deben ser. Que si hubo un tiempo antes de su llegada al gobierno, es tan remoto que prácticamente debe considerarse inexistente.


Su madre, Bendición Alvarado, enseñada a ser una mujer pobre toda la vida, más bien andrajosa y mal calzada, se ganaba la vida pintando pájaros para venderlos en el mercado. Se convirtió, sin darse cuenta, en una de las mujeres más ricas del mundo, porque el hijo ponía a su nombre cuantos bienes conseguía. Tras su muerte, el dictador expidió para ella un decreto de canonización, que respaldó con milagros post mortem, inventados por sus seguidores solo para congraciarse con él.


Estas y otras extravagancias —la duración de la dictadura, la edad del patriarca, la canonización civil de la mamá— son muestras, claro, del realismo mágico, que exhibe acontecimientos posiblemente reales con elementos fantásticos y fabulosos. La exageración es una de las sustancias de esta tergiversación. Podemos mencionar, para conformar un bello racimo de elementos fantásticos —los que más seducen en la literatura garciamarquiana—, algunos más. Por ejemplo, que el dictador tenía un doble, Patricio Aragonés, quien murió por él, lo cual le sirvió para fingir su propio deceso. Que por la traición de su lugarteniente, el general Rodríguez de Aguilar, el patriarca dio la orden de que lo mataran y guisaran, e hizo que sus ministros se lo comieran. El realismo mágico, movimiento literario que comenzó en Europa en la primera mitad del siglo XX, se afana por mostrar lo irreal y extraño como si fuera algo cotidiano y común.


Sin embargo, si bien tales hechos “fantásticos” acuden, como hemos dicho, por la riqueza expresiva del movimiento, en América Latina abundan actos así, grotescos, de dictadores que parecen desquiciados y de mafiosos estrafalarios. Se sabe que, en la dictadura de Pinochet, mientras los militares torturaban a los presos políticos, hacían sonar a altísimo volumen canciones como “My sweet lord”, de George Harrison; “Libre”, de Nino Bravo; “Así nacemos”, de Julio Iglesias, o “Un millón de amigos”, de Roberto Carlos. De este modo evitaban que se oyeran los gritos. Los mismos sobrevivientes lo han revelado en entrevistas.


Para no ir muy lejos, en Envigado, en los años ochenta del siglo pasado, había un narcotraficante que, en pleno parque central, arrojaba a la jura, es decir, a cualquier lado, puñados de billetes para que las personas se lanzaran, estrujaran y hasta se pelearan por agarrar algunos. Instaba a que mujeres y hombres inescrupulosos apiñados en torno suyo y que se prestaban para su circo, hicieran fila para que él les impusiera retos asquerosos —comerse una cucaracha, bien podía ser uno de ellos—, a cambio de una suma de dinero. Además de estrambóticos y exhibicionistas, en ese tiempo los métodos violentos de los “narcos” también se caracterizaban por una creatividad macabra y una sevicia sin cuento.


Así, las excentricidades de los tiranos y de los mafiosos suelen parecerse. La sensación de dominio y autoridad hace que los caciques se embriaguen de poder y sus adeptos les mantengan la copa servida para que no se les baje la borrachera. Tal relación fomenta la megalomanía, es decir, los delirios de grandeza de los primeros y el espíritu servil de los segundos.


Un día, Zacarías, al preguntar la hora a uno de sus áulicos, este le contestó: “La que usted ordene, Su Excelencia”.

 


Por ejemplo

Estas son las primeras palabras de El otoño del patriarca, obra que, por cierto, comienza por el final y con una imagen surrealista, la de las aves carroñeras enseñoreadas de la casa presidencial:


“Durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto grande y de podrida grandeza. Sólo entonces nos atrevimos a entrar sin embestir los carcomidos muros de piedra fortificada, como querían los más resueltos, ni desquiciar con yuntas de bueyes la entrada principal, como otros proponían, pues bastó con que alguien los empujara para que cedieran en sus goznes los portones blindados que en los tiempos heroicos de la casa habían resistido a las lombardas de William Dampier. Fue como penetrar en el ámbito de otra época, porque el aire era más tenue en los pozos de escombros de la vasta guarida del poder, y el silencio era más antiguo, y las cosas eran arduamente visibles en la luz decrépita. A lo largo del primer patio, cuyas baldosas habían cedido a la presión subterránea de la maleza, vimos el retén en desorden de la guardia fugitiva, las armas abandonadas en los armarios, el largo mesón de tablones bastos con los platos de sobras del almuerzo dominical interrumpido por el pánico, vimos el galpón en penumbra donde estuvieron las oficinas civiles, los hongos de colores y los lirios pálidos entre los memoriales sin resolver cuyo curso ordinario había sido más lento que las vidas más áridas, vimos en el centro del patio la alberca bautismal donde fueron cristianizadas con sacramentos marciales más de cinco generaciones, vimos en el fondo la antigua caballeriza de los virreyes transformada en cochera, y vimos entre las camelias y las mariposas la berlina de los tiempos del ruido, el furgón de la peste, la carroza del año del cometa, el coche fúnebre del progreso dentro del orden, la limusina sonámbula del primer siglo de paz, todos en buen estado bajo la telaraña polvorienta y todos pintados con los colores de la bandera”.



Voces y puntos

Uno de los aspectos que llaman la atención de muchos lectores es que esta obra cuente apenas con cinco puntos aparte. También, que los narradores sean varios y sus voces se mezclen, como en la vida, que nos quitamos la palabra unos a otros para contar lo que pasa, para dar nuestra versión del asunto. La novela comienza con un narrador en primera persona del plural, un nosotros que no sabemos bien a quienes representa. A lo largo del relato, hay apartes relatados por el personaje central y, así, las voces se van turnando cuando menos se piensa.


Todo eso es parte de la experimentación literaria que se vivió en el siglo XX. La estructura del relato no tiene que ser clara, ordenada ni lineal. Por tanto, exige mayor compromiso del lector, un aporte adicional de atención para que no se extravíe en el camino.


Desde el título, García Márquez demuestra una vez más que le dedicaba tiempo y neuronas a encontrar el adecuado, sonoro y diciente para cada obra.


Recuerdo haber leído en alguna parte —o tal vez soñé— que, al preguntarle por el sentido de esta novela, en relación con los dictadores iberoamericanos, el autor contestó que no se había propuesto nada parecido, sino solamente hacer un canto a la vejez. ¿Sería un comentario mamagallista este que recuerdo o tal vez soñé, por parte del escritor? Muy seguramente. 

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