sábado, 26 de octubre de 2024

Surrealismo y Punto

(Columna Río de Letras publicada en el diario ADN, semana del 21 a 27 de octubre de 2024)

 

 

Punto Seguido N° 66, octubre de 2024


Individuos y grupos han entendido que el racionalismo y la realidad están sobrevalorados. Un colectivo liderado por André Breton lo confirmó con el puñetazo de la Primera Guerra Mundial y otros horrores. Desde las artes y las letras optó por sobrepasar lo real, impulsando lo irracional y lo onírico; darle salida al subconsciente y hacer de lo ilógico y absurdo algo natural. En 1924, Breton publicó el Manifiesto del Surrealismo. Se trata de “un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón”.


En Medellín, un colectivo lo entendió también y dio origen, hace 45 años, a la revista Punto Seguido para demostrar que la realidad es incompleta sin imaginación. En el número 66, John Sosa, Óscar Jairo González Hernández, Tarsicio Valencia “y otros compañeros de viaje” festejan el centenario del movimiento fundamental en la historia de la creatividad. González dice que la revista “Gravita como un delirio (…) en el mundo del arte, sin condicionamientos de nada y sin condiciones de nadie (…) desde que se formó su estructura en movimientos de hélice de heliconias zodiacales (…), y su visión ha alcanzado a proyectarse entre los hombres-mediodía, que la observan y la desarrollan, como lo hacen las ostras en su dimensión tentacular, en su Mar de Mercurio. No somos astrónomos, pero sí buscamos lo desconocido y lo maravilloso por medio de ella”.


Los “puntistas” recuerdan el poema “Libertad”, de Paul Éluard (1895-1952):


“Sobre mis cuadernos de escolar

Sobre mi pupitre y los árboles

Sobre la arena sobre la nieve

Escribo tu nombre”. 

viernes, 25 de octubre de 2024

Literatura y cambio climático

 

(Columna publicada en la revista Generación de El Colombiano el 25 de octubre de 2024)

 

 

A propósito de la Cop 16 que debate en Cali la situación medioambiental planetaria, la literatura también aborda el tema.

 

 

Los seres humanos están en guerra contra la Naturaleza,
mientras que ella los protege.
Foto: Juan Antonio Sánchez, El Colombiano.

En materia de cambio climático, de calentamiento global, no hay razones para ser optimistas. Los seres humanos somos conscientes de que estamos destruyendo el planeta y, sin embargo, nos cuesta comprometernos a mejorar nuestras prácticas, a no deteriorar el pedazo de mundo en el que tenemos incidencia. Y no solo a comprometernos. Lo peor: cuando acaso lo hacemos, nos cuesta cumplir los compromisos. Esta irresponsabilidad caracteriza a individuos, sociedades, países y Estados.


Sin embargo, a pesar de los augurios desalentadores, la ilusión de que la situación pueda revertirse y ser favorable, debe ser un faro que ilumine a individuos, sociedades, países y Estados (otro nombre de la ilusión, aunque menos prestigioso en nuestro tiempo, es esperanza). Por eso, la Conferencia de las Partes —Cop 16— que se celebra en Cali, con participación de personas, entidades y gobiernos de 196 países del mundo —son 206 en total—, es uno de los eventos trascendentales que ha realizado Colombia en su historia. Constituye una manera de sentirnos parte del planeta, ciudadanos del mundo como a algunos les gusta decir, lo que significa ser integrantes activos, comprometidos con el bienestar general; actores dueños de deberes y derechos —no solo de derechos—. Que como tales, debemos participar en la búsqueda de soluciones a los problemas planetarios y tomar decisiones sobre lo que es común y público.


“Paz con la Naturaleza” es el lema de esta cumbre que intenta evaluar la situación de deterioro terráqueo y definir lo que es posible hacer para no exterminar de una vez la vida en el tercer planeta del Sistema Solar. Tal expresión hace pensar que la Cop 16 es una especie de tratado de paz para terminar una guerra contra la Naturaleza. Guerra unidireccional, por cierto, declarada y librada por los seres humanos contra el planeta, mientras el supuesto otro bando, el del planeta, no ataca a los humanos, sino que les procura bienestar. La declaración de dicha guerra está desde que los humanos decidieron desvincularse de la Naturaleza, pensar que no hacen parte de esta, como si tal cosa fuera posible, y expresarlo en el lenguaje científico y el cotidiano. En aquel se habla en términos de “hombre versus Naturaleza” o de “Naturaleza versus cultura” y, en este, de “acercarnos a la Naturaleza”, cuando deberíamos referirnos, más bien, en los dos ámbitos, de reintegración, de unión con nuestra esencia. No olvidar que animales, vegetales y minerales son nuestros iguales, compañeros de viaje, a bordo de una nave esférica desbocada hacia ninguna parte.


En la cumbre orbital, los representantes gubernamentales, así como los adalides de organismos medioambientales y el público asistente tratan de establecer acciones y calcular cuánto tiempo queda para que el proyecto de la vida humana sea viable. Discuten sobre economía circular, prácticas de producción y consumo, enfrentamiento de los desafíos del cambio climático, pérdida de la biodiversidad, contaminación…

 


Ecotopías literarias

La literatura contiene el pensamiento y la esencia vital de la humanidad, y compendia el humanismo. Se ha movido en torno a este tema angustiante. Mediante historias de ficción y no ficción, se dirige a los campos reflexivo y sensitivo de los seres. Les despierta emociones, sentimientos y sensaciones. Tal vez por eso, la comprensión de los problemas resulta efectiva. La crisis medioambiental planetaria tiene un género literario propio: la ecotopía, que integra el de la distopía y la utopía. Ha conseguido visibilizar la dramática situación desde hace mucho tiempo.


A la mente nos llegan decenas de títulos de cuentos y novelas distópicas que muestran realidades indeseables, —aunque muy posibles y, lamentablemente, muy factibles— causadas por el deterioro ambiental. Historias apocalípticas narran experiencias de personas o grupos humanos que luchan por sobrevivir en medios hostiles por falta de agua, hambruna, extinción de especies de animales o vegetales y, claro, nos estremecen. Uno de los maestros del género es el británico de origen chino James Graham Ballard (1930-2009), cuya novela El imperio del Sol, llevada al cine por Steven Spielberg, es bien conocida. Tiene una colección de narraciones sobre catástrofes medioambientales que conmueve al más indolente y convence al más acérrimo negacionista del cambio climático. En El mundo sumergido, novela de 1962, la mayor parte del planeta está bajo las aguas y, por tanto, los personajes exploran ciudades sumergidas; en La sequía, de 1964, el desabastecimiento de agua perpetuo transforma el paisaje, la sociedad y las relaciones entre las personas; en El mundo de cristal, de 1966, cuenta el desconcierto de un hombre, Edward, cuando viaja al África a encontrarse con una mujer que ama, Susan, y encuentra que la flora se ha cristalizado... También son leídas novelas como La muerte de la hierba, de John Cristopher, que alude a la hambruna derivada de la destrucción de las plantas gramíneas, y ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio!, de Harry Harrison, que habla de la crisis total causada por la superpoblación, así como numerosas obras más de otros narradores.


Por este camino, el de las distopías, uno termina por pensar que no hay nada qué hacer para evitar el desastre.


Sin embargo, el aire que envuelve la Cop 16 de Cali es el de las propuestas, no el de los diagnósticos fatales. Por tanto, hablemos de la otra vertiente, la de la utopía, un tanto olvidada por los lectores. Contrario a la anterior, esta se refiere a la concepción ficcional de realidades deseables. Historias sobre sociedades con gobierno justo, distribución equitativa de recursos, libertad ciudadana, seguridad alimentaria, nutrición general, ciencia y tecnología al servicio de los humanos y no para esclavizarlos, medicina al alcance de la población general, ausencia de consumismo, preservación de la Naturaleza…


Una obra inspiradora de este género es Utopía, de Tomás Moro, escrita a principios del siglo XVI. En la primera parte aborda asuntos políticos, económicos y civiles. En la segunda, un habitante de la isla Utopía cuenta cómo viven en esa sociedad pacífica.


Novela clave del género es La isla, de un escritor británico como Moro y Ballard: Aldoux Husley (1894-1963). En La isla, el autor pone de manifiesto su fascinación por la filosofía y el misticismo orientales, en especial de la India, y propone una fusión entre estas y las de Occidente. Por tanto, es precursor de la Nueva Era. Publicada en 1962, un año antes de la muerte del escritor, esta novela es contrapunto de Un mundo feliz, que publicó 30 años antes. En un planeta colmado de problemas como la superpoblación, la destrucción de los ecosistemas, entre otros —que ahora palpamos seguramente de manera más notoria que en la época de la escritura del libro— propone la posibilidad de construir entre todos una sociedad equitativa y en armonía con la Naturaleza.


En su argumento, el periodista Will Farnaby visita la isla Pala. Una sociedad organizada en la que los dirigentes son representantes de ambos hemisferios y, por tanto, con mentalidades diversas. La producción industrial cede paso al ocio y la observación meditada de la vida. Existe la tecnología, sí, pero es selectiva, enfocada a la procura del bienestar. La educación de niños y jóvenes estimula el desarrollo integral de los individuos y las prácticas cordiales con el medio ambiente, con el que aprenden a compenetrarse, a sentirse complementarios. Se trata de un sistema que comenzó con la ayuda mutua y siguió con el cooperativismo y la distribución de las ganancias. En su recorrido, el periodista recibe información de las ideas, creencias y costumbres:


“—Y de pronto se encuentra en el bosque, y surge otro tipo de yoga: el yoga de la selva, que consiste en tener conciencia total de la vida en el punto próximo de la vida selvática en toda su exuberancia y putrefacción, en toda su suciedad reptante, en toda su dramática ambivalencia de orquídeas y ciempiés, de sanguijuelas y colibríes, de bebedores de néctar y bebedores de sangre. La vida que produce el orden entre el caos y la fealdad, que ejecuta sus milagros del nacimiento y crecimiento, pero que los ejecuta, al parecer, nada más que para destruirse. Belleza y horror, belleza —repitió— y horror. Y luego de repente, cuando uno desciende de una de sus expediciones a la montaña, de repente sabe que existe una reconciliación. Y no solo una reconciliación. Una fusión, una identidad. Belleza fundida al horror del yoga de la selva. Vida reconciliada con la perpetua inminencia de la muerte en el yoga del peligro. Vacío identificado con la yoidad en el yoga sabático de la cumbre”.

 

Habrá lectores que digan: “eso es imposible. Una sociedad así y regida por semejante sistema, no, no es aplicable”. Sin embargo, de eso se tratan las utopías: de hacer posible lo imposible. De señalar un mundo ideal; de reinventarlo. Obras de arte literario muestran, proponen alternativas de solución. Difíciles, casi imposibles de implementar. Por supuesto. Tan difíciles y casi imposibles de implementar como son difíciles y casi imposibles de resolver las crisis que enfrentan.


Por este camino, el de las utopías, uno termina por pensar que, con imaginación, es posible hacer algo para evitar el desastre.


Aclaremos: no se trata de seguir al pie de la letra los planteamientos de La isla u otro relato utópico y aplicarlos en lo que llamamos “la realidad”, sino, más bien, de captar el mensaje de que quizás haya posibilidad de revertir la situación horrible. Intentar la creación de una idea propia y, luego, ponerla en práctica sin desanimarnos solo porque desde el planteamiento, la iniciativa dé la impresión de desbordar nuestras capacidades.

sábado, 19 de octubre de 2024

Las traducciones

(Columna Río de Letras publicada en el diario ADN, semana del 14 al 20 de octubre de 2024)

 


Trozo del Éxodo en caracteres
hebreos. The Schøyen Collection MS 206,
Oslo and London. 

Quién desconoce la expresión: “traductor, traidor”. Significa que quienes traducen obras literarias no son fieles al original. Es un dicho cierto, pero injusto y malagradecido. Cierto, porque es imposible trasladar un texto de un idioma a otro sin traicionar el inicial; una lengua no se adapta plenamente a otra. Injusto, porque, entonces, al verter un cuento, una novela, una leyenda, un poema, se pierden giros, juegos de palabras, bromas y figuras, o no funcionan con la misma gracia. Malagradecido, pues los lectores del mundo hemos leído gracias a interpretaciones.


No accederíamos al Calila y Dimna, si en el siglo XIII traductores alentados por Alfonso X el Sabio no hubieran adaptado al español esos relatos morales de origen indio. A la Biblia, si estudiosos como san Jerónimo no se hubieran aplicado en pasarla de idiomas antiguos al latín, en el siglo IV, y después otros de este a lenguas que se afianzaban en el medioevo. Tampoco a fabulas, ensayos, tragedias y comedias. Hoy, poco llegaríamos a obras de Tolstoi o Murakami. Por fortuna, ha habido osados que realizan la travesía peligrosa de llevarlas de un idioma a otro.


Hay heroísmo en José María Valverde, por ejemplo, al emprender la expedición de pasar la maraña del Ulises, de Joyce, de inglés a español. La obra entra en las mentes de los personajes para apreciar desde adentro el flujo de pensamientos. Por soportar en nuestra cabeza una corriente igual, sabemos que es caótica y azarosa. Si se enreda uno con su propia madeja, ¿cómo padecería el traductor al transmitir las ajenas?

jueves, 17 de octubre de 2024

Libros favoritos


(Columna publicada en la revista Generación del diario El Colombiano el 17 de octubre de 2024)



https://www.elcolombiano.com/generacion/criticos/libros-favoritos-EC25638408



Cada lector tiene un conjunto de obras literarias que lo impresionan, asombran y deleitan en medida suprema.

 


“En una biblioteca estamos rodeados de amigos”, imagen de L. Block, 1901. Fuente: http://25.media.tumblr.com/tumblr_m9o2xvZEvp1qfijmro1_1280.jpg


Conozco fanáticos de los autos. Los observan, los ven pasar, escuchan excitados el ruido del motor o destacan lo silencioso de su accionar. Con pupilas dilatadas por estar ante un objeto de deseo, detallan las formas y se imaginan guiándolo por las calles y carreteras. Comparan sus faroles con ojos de largas pestañas o el sonido de su claxon con el suave canto de un pájaro o con el fuerte bramido de un toro. Al fin, lo ven alejarse sin quitar su mirada impúdica del maletero o la carrocería, hasta que el gracioso artefacto se pierde en la distancia o dobla en la esquina. En las reuniones, el de los autos es tema esencial. Exaltan las cualidades de uno y las desventajas de otro y, claro, poseen sus escalafones de automotores preferidos.


Lo mismo puede decirse de los admiradores de gatos, árboles, estrellas o catedrales. Tales elementos hacen parte de su vida y sus pensamientos. Los de la literatura, hablamos de obras y autores. En la librería nos conducimos como niños en una tienda de golosinas. Y, claro, también tenemos listados tácitos o expresos de autores y obras favoritas.


Julio Cortázar, en una charla dictada en Cuba en 1962 (y publicada en la revista Casa de las Américas número 60, de 1970), titulada “Algunos aspectos del cuento”, compara la creación de obras narrativas con una pelea de boxeo. Mientras la novela gana por puntos —explica—, pues tiene tiempo y espacio para ir venciendo y convenciendo al lector, al desarrollar temas y situaciones, el cuento debe ganar por knock aut, pues exige contundencia de principio a fin. Lo que quiero destacar es que, en medio de esas enseñanzas, no resiste la tentación de dar la lista de sus cuentos favoritos o, como él los llama, “inolvidables”. Dice:


“¿No es verdad que cada uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la mía, y podría dar algunos nombres. Tengo William Wilson de Edgar A. Poe; tengo Bola de sebo de Guy de Maupassant. Los pequeños planetas giran y giran: ahí está Un recuerdo de Navidad de Truman Capote; Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de Jorge Luis Borges; Un sueño realizado de Juan Carlos Onetti; La muerte de Iván Ilich de Tolstoi; Cincuenta de los grandes de Hemingway; Los soñadores de Izak Dinesen, y así podría seguir y seguir...”


A renglón contiguo, el autor de El perseguidor explica algo sobre su elección: “Ya habrán advertido ustedes que no todos esos cuentos son obligatoriamente de antología. ¿Por qué perduran en la memoria? Piensen en los cuentos que no han podido olvidar y verán que todos ellos tienen la misma característica: son aglutinantes de una realidad infinitamente más vasta que la de su mera anécdota, y por eso han influido en nosotros con una fuerza que no haría sospechar la modestia de su contenido aparente, la brevedad de su texto (...)”.


Con seguridad, como los demás fascinados por los libros, ese gigante también debía tener su lista de novelas inolvidables, de ensayos inolvidables, de poemas inolvidables…


Jorge Luis Borges, por su parte, no decía: “esta es mi lista”. Pero habló de las obras que le asombraron. Y lo hizo, no una vez, sino varias veces, lo cual da cuenta de la fascinación. Se ocupó de ellas en numerosos prólogos de creaciones universales, ensayos, cuentos y poemas, con lo cual demostró que fue sincero al señalar la urgencia de sentirse más orgulloso de los libros leídos —y, en su caso, releídos— que de los escritos. No se cansó de elogiar piezas maravillosas, no con adjetivos, sino con argumentos. Es moneda corriente —para usar una expresión suya presente en la “Milonga de Manuel Flores”— su admiración por Las mil y una noches. Un libro de libros, un libro-mundo. “Uno tiene ganas de perderse en Las mil y una noches; uno sabe que entrando en ese libro puede olvidarse de su pobre destino humano; uno puede entrar en un mundo, y ese mundo está hecho de unas cuantas figuras arquetípicas y también de individuos”. Lo expresó en el ensayo “Las mil y una noches”, incluido en el volumen Siete noches.


E indicó un resto de cosas sobre esas historias que nos abrieron como ninguna otra el sentido mágico del Oriente. “Otro autor cuya obra debemos agradecer todos es Chesterton, heredero de Stevenson. El Londres fantástico en el que transcurren las aventuras del padre Brown y del “Hombre que fue jueves”, no existiría si él no hubiese leído a Stevenson. Y Stevenson no hubiera escrito sus Nuevas mil y una noches si no hubiese leído Las mil y una noches. Las mil y una noches no son algo que ha muerto. Es un libro tan vasto que no es necesario haberlo leído, ya que es parte previa de nuestra memoria y es parte de esta noche también”, mencionó en el mismo ensayo.


El autor de Elogio de la sombra fue generoso en alabanzas para El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, esa novela corta sobre el colonialismo con sus violencias e iniquidades. Lo consideraba “el más intenso relato que la imaginación humana ha logrado”. Los Cuentos de Julio Cortázar los tenía por superiores. De Franz Kafka valoraba América; de G. K. Chestertton mencionaba con especial fervor El padre Brown y la cruz azul, y de Wilkie Collins, La piedra lunar.

 

Se sabe, porque él mismo lo escribió en la revista Squire en 1935, que las obras favoritas de Ernest Hemingway eran Anna Karenina y Guerra y paz, de Tolstoi; Cumbres borrascosas, de Emily Brontë; Madame Bobary, de Flaubert; Los hermanos Karamázov, de Dostoievski; Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain, y Dublineses, de Joyce.

Las del aterrado y absurdo Samuel Beckett, el de Esperando a Godot, eran La vuelta al mundo en ochenta días, de Julio Verne, y El guardián entre el centeno, de J.D. Salinger. Él lo mencionó en cartas.

Una autora de nuestro tiempo, la chilena Isabel Allende ha revelado en entrevistas que entre las obras que más le gustan están Las mil y una noches; Cien años de soledad, de García Márquez; La mujer eunuco, de Germaine Greer; Drácula , de Bram Stoker; Broken open,  de Elizabeth Lesser, y La carretera, de Cormac McCarthy.

Y, cómo no, también tengo mis listas. Entre los mejores cuentos del mundo encuentro El escarabajo de oro, de Poe; El policía y el himno, de O. Henry;  Los asesinos, de E. Hemingway; Una rosa para Emily, de W. Faulkner; Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo, de García Márquez; El libro de arena, de Borges; Una flor amarilla, de J. Cortázar; Las sepulcrales, de G. de Maupassant; Un recuerdo de Navidad, de T. Capote; La sombra en el cristal, de A. Christie; Podrida de dinero, de A. Munro.

Entre las creaciones de otros géneros, alucino con la Odisea, ¿de Homero?; las Fábulas, ¿de Esopo?; el Antiguo Testamento; Metamorfosis, de Ovidio; Calila y Dimna; la Divina comedia, de Dante; Lancelot, el caballero de la carreta, de Chrétien de Troyes; Las mil y una noches, de muchos; Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais; El Quijote, de Cervantes; Guerra y paz, de Tolstoi; Los miserables, de Hugo; El ruido y la furia, de Faulkner; Pedro Páramo, de Rulfo; Cien años de soledad, de García Márquez; La historia interminable, de Ende...

¿Por qué esos títulos? Podría decir: por las historias que someten y mantienen a uno cautivo; pero a veces —muchas veces— no son las historias las que lo vencen y lo convencen a uno. Es, ya lo saben, la manera de contarlas, la tensión, la intensidad, las atmósferas, las palabras, lo no dicho, los personajes impactantes… O mejor, no digo nada más para justificar un gusto, un aprecio, una exaltación. Lo cierto es que las cosas leídas, especialmente las poderosas —las que uno considera poderosas— llegan al fondo del ser y se hacen parte este, como las vivencias, los sueños, los recuerdos, los deseos y los pensamientos. Lo constituyen tanto como los músculos, los huesos, la sangre y las entrañas.


domingo, 13 de octubre de 2024

France el olvidado

(Columna Río de Letras publicada en el diario ADN, semana del 7 al 13 de octubre de 2024)

 

 


Ya oigo las voces de quienes me dirán, por esta nota, que pertenezco al reducido, casi inexistente, grupo de los que recuerdan a Anatole France, como si se tratara de una anomalía. Hasta hace 50 años, a este escritor, periodista y poeta francés nacido el 16 de abril de 1844 y muerto el 12 de octubre de 1924, lo leían grandes y jóvenes en bibliotecas, parques, paraderos de buses; donde fuera. Ahora, su obra se aburre en el olvido.


Milán Kundera está entre quienes lo han apreciado. Valoró Los dioses tienen sed, novela ambientada en la Revolución Francesa, en la que halló semejanzas con su experiencia en Checoslovaquia. Liberal y humanista, France se ocupó de los horrores del tiempo de la guillotina mientras analizó el espíritu humano.


Incluida en el Índice de Libros Prohibidos de la Iglesia Católica en 1922, un año después de recibir el Premio Nobel, la obra del francés incluye: Poemas Áureos, Las bodas corintias, La isla de los pingüinos, El Cofre de nácar y otros títulos. Entre estos otros, La cortesana de Alejandría comienza así:


“En aquel tiempo el desierto estaba poblado de anacoretas; sobre ambas orillas del Nilo estaban sembradas innumerables cabañas, construidas con ramajes y arcilla por obra de los solitarios, a alguna distancia unas de otras, de modo que sus habitantes podían vivir aislados, ayudándose, no obstante, en caso de necesidad. Iglesias coronadas de cruces erguíanse a largas distancias sobre las chozas, y los monjes dirigíanse a ellas los días de fiesta para asistir a la celebración y participar de los sacramentos”. 

viernes, 11 de octubre de 2024

Perdón por la brutalidad


(Columna publicada en la revista Generación del diario El Colombiano el 11 de octubre de 2024)


 https://www.elcolombiano.com/generacion/criticos/perdon-por-la-brutalidad-OL25597009



Doscientos años después de la expulsión de los colonizadores españoles del territorio americano, la barbarie sigue dando temas de discusión.

 

 

Fray Bartolomé de las Casas es precursor de los Derechos Humanos.
 Obra de la Escuela Quiteña, atribuida a los Hermanos Cabrera.
Permanece en el Museo Histórico Dominico.


El jefe del Estado alemán, Frank-Walter Steinmeier realizó una visita oficial a Tanzania en noviembre pasado. Ante un monumento conmemorativo en Songea, ciudad que fue escenario de masacres perpetradas por el ejército germano entre 1904 y 1908, les manifestó al gobierno y el pueblo de este país africano: “Me inclino ante las víctimas del dominio colonial alemán, y como presidente alemán, me gustaría pedir perdón por lo que los alemanes hicieron aquí a sus antepasados”.


No es descabellada la idea de que el gobierno español presente disculpas por la llamada Conquista de América, como propusieron los presidentes de México, el anterior, Manuel López Obrador, y la entrante, Claudia Sheinbaun. Pero no debería ser solo a México, sino a todo el continente.


La Conquista y la Colonia de América fueron un conjunto de actos de barbarie que duraron más de tres siglos, de los cuales el continente no ha podido reponerse y tal vez no lo haga jamás completamente. Entre otros, Fray Bartolomé de las Casas informó a la Corona sobre los atropellos cometidos por los conquistadores. En su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, el religioso narró el trato déspota, tirano y sanguinario de los españoles, un régimen de terror erigido con el fin de robar riquezas. Un fragmento es el siguiente:


“El año de mil y quinientos y catorce pasó a la Tierra Firme un infelice gobernador, crudelísimo tirano, sin alguna piedad ni aun prudencia, como un instrumento del furor divino, muy de propósito para poblar en aquella tierra con mucha gente de españoles (…). Este gobernador y su gente inventó nuevas maneras de crueldades y de dar tormentos a los indios por que descubriesen y les diesen oro. Capitán hubo suyo que en una entrada que hizo por mandado dél para robar y extirpar gentes mató sobre cuarenta mil ánimas, que vido por sus ojos un religioso de San Francisco que con él iba que se llamaba fray Francisco de San Román, metiéndolos a espada, quemándolos vivos y echándolos a perros bravos y atormentándolos con diversos tormentos”.

 

Hay quienes creen que no es preciso que España se disculpe. Justifican esta idea en que gran número de países han sido imperialistas y que este sistema de dominación y explotación ha existido desde que los humanos pisan el mundo. Como si por generalizada y antigua, la perversidad tuviera que aceptarse. Pero es la arrogancia —la autoimagen inflada, como dicen los psicólogos— la que no permite a muchos excusarse y, menos, pedir perdón.


Dirán que disculparse no cambia en nada las cosas. Porque un rey se excuse no van a resucitar los asesinados, a conformarse nuevamente los pueblos destruidos, a reaparecer las culturas arrasadas, a reconstruirse los templos y en torno a ellos, las creencias y los ritos perdidos. Con unas disculpas, dirán algunos, no va a reponerse lo robado…


Pero pedir perdón y dar disculpas son demostraciones de nobleza y gallardía. Y lo más importante, es la manifestación, por parte del agresor, de que el otro, el esquilmado, el burlado, el agraviado, está en situación de igualdad con él. Es digno de respeto. Mientras tanto, las afrentas siguen vivas, anidadas en el alma de los pueblos y el imaginario colectivo. Esos sentimientos de ofensa perviven en los tratos despectivos, como el de llamar a los sudamericanos con el apelativo de “sudacas”, seres de segunda clase, como se refieren a los latinoamericanos en ciertas partes del mundo, entre estas, España.

 

La literatura se ha ocupado de narrar el colonialismo, con sus horrores físicos y morales, y sus consecuencias simbólicas. El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, revela la atrocidad del imperialismo belga en el Congo. Con arte magistral, el autor muestra el encuentro con el otro, al que el invasor considera inferior, bestia, cosa utilizable o destruible:


“Siluetas negras se acurrucaban, dormían, se sentaban entre los árboles, apoyadas en los troncos, aferradas a la tierra, apenas definidas, medio difuminadas bajo la luz atenuada, personificando todos los gestos del dolor, el abandono y la desesperación. Se oyó el estallido de otra mina en los riscos, seguido de un leve temblor bajo mis pies. Los trabajos proseguían. ¡Los trabajos! Y éste era nada menos que el lugar donde algunos de los trabajadores venían a morir.


Y estaban muriendo lentamente, eso estaba claro. No eran enemigos, no eran criminales, ya no eran siquiera algo terrenal. No eran más que sombras negras de la enfermedad y el hambre, entreveradas confusamente en esa penumbra verdosa. Traídos desde todos los rincones de la costa con el amparo legal de unos contratos temporales, perdidos en ese territorio que les era ajeno, mal alimentados con comida extraña, aquellos hombres enfermaban, se volvían ineficientes y al final solo se les permitía arrastrarse hasta ese sitio para descansar. Estas formas moribundas eran libres como el viento. Y casi tan insustanciales. De pronto, al bajar la vista, junto a mi mano, me encontré con un rostro. Un negro saco de huesos recostado contra un árbol sobre uno de sus hombros. Lentamente, los párpados se abrieron y los ojos hundidos me miraron, enormes y vacíos, con una especie de ciego centelleo proveniente de las profundidades de las órbitas, que volvieron a cerrarse con la misma lentitud. El hombre parecía joven, casi un niño, aunque ya sabéis que con ellos es difícil adivinar la edad que tienen. No hallé otra cosa que hacer salvo ofrecerle una de las galletas del barco del sueco que llevaba en el bolsillo. Sus dedos se cerraron muy despacio sobre la galleta. Y entonces ya no hubo ningún movimiento, ninguna mirada. Tenía atado al cuello un trocito de lana blanca. ¿Para qué? ¿De dónde lo había sacado? ¿Era un emblema? ¿Un ornamento? ¿Un fetiche? ¿Un acto propiciatorio? ¿Había siquiera alguna idea relacionada con ese trozo de lana? Llamaba la atención alrededor de su cuello negro este pedazo de fibra blanca traída desde tan lejos”.

 

Entre decenas de obras más que muestran esas tragedias de pueblos, mencionemos El sueño del celta, de Vargas Llosa; Los días de Birmania, de George Orwell; La conquista de América, de Tzvetan Todorov; Malinche, de Laura Esquivel… Ah, y Azteka, de Gary Jenning, la novela que exhibe la forma en que vivían las naciones prehispánicas, en especial la que hoy es México, antes de la llegada de los españoles y, por supuesto, la entrada de estos al territorio. El rey Carlos V desea saber cómo eran las cosas en ese tiempo y pide al obispo Juan Zumárraga que se ocupe de esta tarea. El religioso y sus colaboradores encuentran a un personaje apropiado. Tiléctic-Mixtli o Nube Oscura es un anciano en el presente de la novela, quien se desempeñó como transportador de mercancías y comerciante. Para tal efecto, recorría los territorios que van desde lo que son los territorios ocupados por Estados Unidos, que fueron mexicanos hasta el siglo XIX. Y hacia el sur, iba casi hasta el istmo, donde la selva del Darién le impedía el paso. Cuenta sobre creencias y costumbres; arquitectura y arte. Deslumbra a los europeos al narrarles que en Nuevo Mundo había, no solo ciencias desarrolladas, sino, lo que es más importante, espíritu científico. Miope, en una de sus correrías, Nube Oscura consultó a un fabricante de cristales pulidos y lupas, si tendría algo para curar su mal.


“Le platiqué cuan limitada era mi visión y añadí: «un doctor maya me dijo que mis ojos estaban formados de tal manera que parecía que siempre estaba mirando a través de uno de esos cristales de aumento. Yo me pregunto si podría encontrar una cosa como cristal reducido y si al mirar a través de él…»”


El hombre trajo un cajón de madera con cristales diversos, que guardaba por curiosidad. Cóncavos, convexos o planos por una parte y convexos por la otra… Mixtli —recuerda— se midió uno a uno, hasta que dio con el preciso. Entonces exclamó gozoso: “Puedo ver (…). ¡Usted ha hecho que vea otra vez!”.

 

Las conquistas y colonizaciones hacen pensar que en un pueblo no hay conocimientos ni saberes y que si no es por los invasores estaría perdido irreparablemente, relegado en el ostracismo. Llevan a olvidar que en cualquier grupo humano hay desarrollo, aunque este vaya por distintos senderos a los hegemónicos.

 

Por eso, las disculpas y la petición de perdón de quienes han subyugado a otros tiene el valor de reivindicar al oprimido. De decirle: “por supuesto, tienes valor”.


La iglesia, por medio de algunos papas, ha pedido perdón por los crímenes cometidos por sus integrantes. En 1997, Juan Pablo II pidió perdón por las personas muertas en la hoguera entre los siglos XIII y XVII; en 2000, por las guerras de religión, como las Cruzadas; en 2015, Francisco pidió perdón a los pueblos indígenas de América Latina, por los “muchos crímenes cometidos por la Iglesia en la Conquista”. Países Bajos se disculpó por su pasado colonial y sus prácticas esclavistas; Italia se disculpó con Libia; Portugal, con África y América por el tráfico de esclavos; Reino Unido, con Kenia…


Lo ideal es que las disculpas o la petición de perdón no fueran solicitadas ni, mucho menos, exigidas, sino que surgieran por voluntad del agresor. Pero algo es mejor que nada.


sábado, 5 de octubre de 2024

Octubre poético

(Columna Río de Letras publicada en diario ADN, semana del 30 de septiembre al 5 de octubre de 2024)

 


Casi todos los lectores se decantan por la novela. Abrámosle espacio a la poesía en la biblioteca, la mesa de noche y la mente. Por cierto, octubre “que todo lo pudre” tiene su lirismo. Entre nosotros, tal vez sea por las lluvias, tiempo oportuno para recogerse en la calidez de poemarios diversos.


Busquemos, por decir, uno de Porfirio Barba Jacob y lleguemos despacio al poema titulado “Lamentación de octubre”:


Yo no sabía que el azul mañana

es vago espectro del brumoso ayer;

que agitado por soplos de centurias

el corazón anhela arder, arder.

Siento su influjo y su latencia, y cuándo

quiere sus luminarias entender.

Pero la vida está llamando,

y ya no es hora de aprender (…).


O de la cantora de la pena y la ansiedad, Alfonsina Storni, quien escribió “Dolor” bajo el cielo nublado de Buenos Aires:


Quisiera esta tarde divina de octubre

pasear por la orilla lejana del mar;

que la arena de oro, y las aguas verdes,

y los cielos puros me vieran pasar.

Ser alta, soberbia, perfecta, quisiera,

como una romana, para concordar

con las grandes olas, y las rocas muertas

y las anchas playas que ciñen el mar.


Qué tal seguir las palabras del “Conjuro” de la animista Dulce María Loynaz:


(…) un muro busco, un muro de granito

donde se estrelle el mar de tu infinito...

Racimo de octubre, dame un no bebido...

Vino que me haga olvidar su olvido...

¡Oh lámpara, apágate si has de alumbrarlo!...

¡Rómpete, oh labio, en tierra antes que llamarlo!

he llegado hasta donde nadie pudo llegar.

Si aun vuelvo la cabeza..., ¡Dios me vuelva de sal!

jueves, 3 de octubre de 2024

La bitácora de la vida

(Columna publicada en la revista Generación del periódico El Colombiano, el 2 de octubre de 2024)


https://www.elcolombiano.com/generacion/criticos/la-bitacora-de-la-vida-FA25521051


 

Los diarios personales constituyen una herramienta valiosa para los narradores y poetas. Unos los han llevado de manera rigurosa; otros, desordenada.

 

 

Los Diarios de Alejandra Pizarnik
muestran la depresión que se
convierte en fuente
de creación poética.


Considerado a simple vista, el llevar diario personal puede notarse como algo superfluo. Lo relacionamos con ese que adolescentes, especialmente mujeres y mujeres de antes, alimentaban con experiencias, sentimientos y pensamientos, bajo el encabezado: “Querido Diario”. Ya remplazado por los modelos digitales, la idea de ir contando la propia historia es la misma. Distintos son los límites entre los ámbitos de lo público, lo privado y lo íntimo, que se han desvanecido.


Pero el diario es importante. No es sencillo narrar cuanto pasa en nuestra vida. En literatura, muchos creadores han acostumbrado escribir día a día o noche a noche sus memorias. Y, como los cibernautas de hoy, no pocos de ellos han confundido los límites de los ámbitos señalados; hasta parece que los hubieran redactado con la idea de publicarlos un día. En ciertos casos, los diarios son hallados después de la muerte del creador y publicados como obras de arte.

 

“Lunes 25 de enero

Mi cumpleaños. Ningún regalo durante el desayuno y ninguno hasta que vino el Sr. Gibbs, con un gran paquete debajo del brazo, que resultó ser un hermoso Queen Elizabeth, del Dr. Creighton. Después del desayuno, salí a dar un paseo por el estanque con padre, ya que hoy era día de dibujo para Nessa. Fui con Stella a Hatchards a preguntar sobre unos libros para Jack, y después a Regent St. por unas flores y frutas para él; después a Wimpole St. para ver cómo había dormido, y después a la casa de la Srta. Hill, en Marylebone Rd. Jo estaba allí comentando con la Srta. Hill los planes para la cabaña nueva de Stella. Estuvieron discutiendo apasionadamente durante media hora, yo, mientras, sentada sobre un taburete, al lado del fuego, y observando las piernas de la Srta. Hill.


Nessa volvió a su clase de dibujo después de la comida, y Stella y yo fuimos a Story a comprar un sillón, que es el regalo de S. para mí. Compramos uno muy bonito, y volví directa a casa; Stella siguió hasta Wimpole St. Me dio una libra Gerald, y Adrian, un soporte para mi estilográfica. Padre me va a dar La vida de Scott, de Lockhart. La prima Mia me regaló un diario y otro libro de bolsillo. Thoby me ha escrito diciendo que ha encargado algunas películas para mí. Me regalaron Reminiscences, de Carlyle, que ya había leído. Estoy leyendo cuatro libros a la vez: The Newcomes; Carlyle; La tienda de antigüedades, y Queen Elizabeth”.

 

Esta es parte de los Primeros Diarios de Virginia Woolf escritos en 1897, es decir, cuando tenía 15 años. Y para darnos cuenta de que en medio de los comentarios cotidianos, propios de una persona de su edad, pendiente de recibir regalos el día de su cumpleaños, los seguidores de su obra pueden hallar allí, además de señales del estilo desatado que habría de alcanzar, datos de las lecturas que formaron su estética. Bajo esta sola fecha menciona varios títulos: Queen Elizabeth, una biografía de la reina escrita por el historiador y religioso inglés Mandell Creighton, en 1896; Reminicences, un volumen de Thomas Carlile, historiador y crítico social escocés del siglo XIX; La vida de Scott, una extraordinaria biografía del autor Ivanhoe, escrita por su yerno, John Gibson Lockhart; The Newcomes (en español, Los Newcomes), una obra de folletín publicada por entregas entre 1854 y 1855 y después reunida en un volumen, escrita por William Makepeace Thackeray, que cuenta la historia de un militar y su hijo, aventuras en la India e Inglaterra, y La tienda de antigüedades, la conocida novela de Charles Dickens.

 

He leído a columnistas que consideran el diario como herramienta esencial de los creadores. No creo que sea esencial. Llevar un diario requiere una personalidad particular. Los escritores que no acostumbran llevarlo, llenan los cajones de su escritorio con decenas de cuadernos y libretas y, ahora, los archivos de su computador con sus apuntes, bosquejos de historias, pensamientos, reflexiones sobre asuntos de la existencia o la sociedad que pueden convertirse en ideas para relatos, fragmentos de cuentos o poemas, bocetos de personajes, acontecimientos que pasan, observaciones, sueños, comentarios de obras que lee… sin necesidad del diario.


Volviendo a este, hay autores que también les dan una importancia superlativa. Franz Kafka, por ejemplo, lo magnificaba hasta el absurdo:

 

“Una de las ventajas de llevar un diario consiste en que uno se vuelve, con una claridad tranquilizadora, consciente de las transformaciones a las que está sometido incesantemente, unas transformaciones que uno crea, presiente y admite generalmente de un modo natural, pero que siempre niega inconscientemente cuando se trata de obtener esperanza y paz con semejante reconocimiento. En el diario se encuentran pruebas de que uno ha vivido, ha mirado a su alrededor y ha anotado observaciones incluso en estados de ánimo que parecen insoportables”, escribe, entre una variedad de comentarios sobre diversos tópicos, el 23 de diciembre de 1911.


Absurdo anotar que en un libro de memorias se hallan “las pruebas de que uno ha vivido” y, por consiguiente, dar a entender que sea importante dejar pruebas de la existencia. Bien podría decirse que las obras mismas —novelas, cuentos— aportan evidencias suficientes del vivir. Y, como sabemos, Kafka no tenía intención de dejar muchas obras publicada, aparte de algunos textos como La condena, pues ordenó a su amigo Max Brod que se encargara de quemar sus creaciones, solicitud que él desobedeció, para bien de la humanidad lectora. Absurdo, digo, porque el praguense, supuestamente, no escribía los diarios para divulgarlos. Es decir, la prueba de que habla Kafka, tal vez estaría condenada a perderse en la sombra. Pero, en fin, ese era Kafka, absurdo. Y anotó en esas memorias sus reflexiones sobre la Naturaleza, las ciudades, el judaísmo, su salud, las obras y los diarios ajenos, y sus sueños. Con seguridad, muchas de estas anotaciones o mezclas de ellas aterrizarían en boca de un personaje o en la descripción de un espacio, una sensación o una escena.

 

En sus Diarios, bajo la fecha del 18 de noviembre de 1911, se lee:


“Ayer en la fábrica. Regreso en el tranvía eléctrico: me senté en un rincón con las piernas extendidas, veía las personas del exterior, las luces encendidas de los comercios, los muros de los viaductos por donde circulábamos, nuevas espaldas y caras; al salir a la calle comercial del suburbio, una carretera sin otro signo de humanidad que la gente que iba a casa, las luces eléctricas cortantes que ardían en la oscuridad de la estación del ferrocarril; chimenea baja, muy cónica, de una fábrica de gas; un cartel sobre la función de gira de una cantante de Treville nos va saliendo al paso en las paredes hasta una calleja cercana al cementerio, desde donde regresa conmigo del frío de los campos al calor habitable de la ciudad. Uno acepta las ciudades desconocidas como un hecho, los habitantes viven en ellas sin penetrar en nuestra manera de vivir, del mismo modo que nosotros tampoco podemos penetrar en las suyas, uno debe comparar, no puede eludirlo, aunque sabe muy bien que esto no tiene ningún valor moral; ni siquiera psicológico; después de todo, a menudo puede uno también renunciar a la comparación, porque la excesiva diversidad de las condiciones de vida le eximen de ello.


No obstante, los suburbios de nuestra ciudad natal nos resultan asimismo desconocidos, pero en este caso las comparaciones tienen valor; un paseo de media hora nos lo puede demostrar una y otra vez; allí la gente vive parcialmente en el centro de nuestra ciudad y parcialmente en la periferia mísera, oscura, llena de surcos como un gran desfiladero, aunque todos ellos tienen un círculo de intereses comunes mayor que cualquier otro grupo humano de fuera de la ciudad. De ahí que siempre me meta en el suburbio con un sentimiento heterogéneo de miedo, de desamparo, de compasión, de curiosidad, de altivez, de espíritu viajero, de virilidad, y regreso con agrado, seriedad y tranquilidad, especialmente de Zizkov”.

 

Los textos que consignan los escritores en los diarios (y en las cartas de papel o correos electrónicos) tienen gran utilidad. Por una parte, sirven de entrenamiento para pensar y escribir. Constituyen un banco de datos, desordenado sí, pero valioso. Y, como los personajes que un autor va caracterizando a lo largo de las obras son él mismo, esas vivencias propias se diseminan por todos ellos. El ejercicio de escritura de un diario, libre como el que más, puede ayudar a configurar la voz propia del narrador.


El diario es semejante a una carta. Es una misiva incoherente que uno se escribe a sí mismo. El Diario de Ana Frank, que algunos sin mayor fundamento creen que es una creación de Ana y su padre Otto, narra la zozobra, las limitaciones y el encierro de dos familias de origen judío por más de dos años en una buhardilla de unos almacenes de Ámsterdam para esconderse de los nazis durante su ocupación a Países Bajos. Ana, la narradora, es una adolescente estudiosa y lectora. La relación de los días se interrumpe abruptamente en el momento en que las personas escondidas son descubiertas por los invasores y llevadas a campos de concentración. Cuenta la historia —no la del libro, sino la que relatan los historiadores— que Otto Frank fue el único sobreviviente, de aquel grupo de la buhardilla. Volvió a Ámsterdam y recibió, de manos de un vecino, un paquete con el diario de Ana junto a un sinnúmero de papeles escritos por ella, que habían hallado en el escondite. De acuerdo con el deseo de la autora, el padre buscó la forma de publicar aquel documento, primero con el título Las habitaciones de atrás. Novedosa es la personificación del diario al que Ana bautiza con el nombre de Kitty.

 

“Miércoles 22 de diciembre de 1943

 

Querida Kitty:

Una gripe fastidiosa me ha impedido escribir hasta hoy. Es horrible estar enferma en circunstancias semejantes. Cada vez que sentía deseos de toser, me acurrucaba bajo las frazadas, tratando de imponer silencio a mi garganta, con el resultado de que la irritaba más; debían entonces calmarme con leche y miel, azúcar y pastillas. Cuando pienso en todos los tratamientos que tuve que soportar, me dan todavía vértigos. Exudorantes, compresas húmedas, cataplasmas en el pecho, tisanas calientes, gargarismos, unturas, cocciones, limones exprimidos, el termómetro cada dos horas e inmovilidad completa.


Me pregunto cómo me he repuesto habiendo pasado por todo eso. Lo más desagradable era tener sobre mi pecho desnudo la cabeza llena de brillantina de Dussel, dándoselas de médico y queriendo sacar conclusiones de los ruidos de mi pobre tórax. No solo sus cabellos me cosquilleaban terriblemente, sino que me sentía en extremo incómoda, por más que hace unos treinta años obtuvo su diploma de médico. ¿Qué venía ese tipo a hacer sobre mi corazón? No es mi bienamado, al menos, que yo sepa. Por lo demás, me pregunto todavía si es capaz de distinguir entre los ruidos normales y los dudosos, porque sus oídos necesitarían urgentemente una buena intervención; me parece que cada vez está más sordo.


Ya he hablado bastante de enfermedades. Basta. Me siento mejor que nunca, he crecido un centímetro, aumenté un kilo, estoy pálida y me siento impaciente por recomenzar mis estudios.


No tengo ninguna novedad sensacional que anunciarte. Por extraordinario que parezca, todo el mundo se entiende bien en casa, nadie se pelea; no habíamos conocido una paz semejante desde hace por lo menos seis meses. Elli no ha vuelto todavía.


Para Navidad tendremos una ración suplementaria de aceite, bombones y mermelada. No puedes imaginarte lo magnífico que es mi regalo: un broche hecho con monedas de cobre, brillante como el oro, en fin, espléndido. El señor Dussel ha regalado a mamá y a la señora Van Daan una hermosa torta, para cuya preparación comisionó a Miep. Pobre Miep, le ha preparado una pequeña sorpresa como también a Elli. Pedí al señor Koophuis que encargara pastelitos de mazapán con el azúcar de mi avena matinal, que he estado economizando durante dos meses.


Llovizna. La estufa hiede. Lo que se come pesa en el estómago, provocando detonaciones por todas partes. Las mismas noticias por la radio. La moral, por el suelo.

Tuya,

Ana”.

 

Hablando de judíos, Alejandra Pizarnik, la poeta argentina de ascendencia judía, cuya personalidad depresiva alentadora de su suicidio en 1972 causa sensación, así como sus temas y mensajes, dejó unos Diarios significativos, en los que se percibe su caída libre hacia la desesperación. Fueron publicados por Lumen a los 21 años de su muerte en una edición de más ochocientas páginas.

 

En el primer cuaderno, correspondiente a 1954, se leen estos versos:

 

“23 de septiembre

un nuevo día llegó

pleno de sol y de sombras

un nuevo día llegó

a enquistarse en mi hondo caudal señero

el nuevo día es torneado

e insulso

día sin soplo ni dicha

es un sábado verde molido en la nada”.

 

A Fernando Pessoa nada lo ataba a nada, como reveló en su “Tabaquería”. Y en sus Diarios completos, cómo no, se nota el monólogo constante y desasosegado del portugués, quien creía que la realidad estaba dentro de un sueño. En su bitácora personal, a veces habló desde alguno de sus heterónimos, a veces, desde Fernando.

El 3 de junio de 1906, a los 18 años, escribió:


“(…) El odio a las instituciones, a las convenciones, incendió mi alma con su fuego. El odio a los padres y a los reyes creció en mí como un torrente desbordante. Yo era un cristiano ardiente, fervoroso, sincero; mi naturaleza sensible, emotiva, pedía fuego para su hambre, alimento para su fuego. Pero cuando miré a aquellos hombres y mujeres, dolientes y débiles, me di cuenta de que no merecían la prolongación de su infierno. ¿Qué mayor infierno que esta vida? ¿Qué maldición más dura que esta vida? «La voluntad libre», me dije a mí mismo, «es otra convención y otra falsedad que los hombres han inventado para poder castigar y torturar bajo el amparo de la palabra justicia, que es un nombre que oculta la palabra crimen. No juzguéis, dice la Biblia, la Biblia: no juzguéis y no seréis juzgados». Mientras era cristiano creía que los hombres eran responsables del mal que hacían; odiaba a los tiranos, maldecía a los reyes y al clero. Cuando me libré de la inmoral, de la falsa influencia de la filosofía de Cristo, odié la tiranía, la monarquía, el sacerdocio: el mal en sí mismo. De los reyes y del clero tuve lástima, porque ellos mismos son hombres”.

 

Escritos para sí mismos —o solo fingiendo que son para sí mismos— o para ser publicados, los diarios de narradores y poetas nos permiten asomarnos sin pudor al armario donde guardan sus cosas íntimas, a veces no muy limpias. O, mejor dicho, fisgonear en su almario, es decir, ese escaparate del alma que guarda los secretos de sucesos virtuosos o inicuos, al tiempo que nos regodeamos con las formas secretas de su genialidad.