(Columna RÍO DE LETRAS publicada en el diario ADN, semana del 13 al 18 de febrero de 2023)
Cuando Adolfo
Pacheco Anillo era un muchacho, Miguel, su padre, le cantaleteaba: “Pa tomar
ron no necesitas ser músico”. Suponía, como era común, que ser cantante era ser
un perdido.
El cantautor
sabanero, muerto a finales de enero, fue afortunado. Primero, por ser hijo del
mestizaje. Nacido en San Jacinto, Bolívar, en 1940, su familia paterna llegó de
Ocaña un siglo antes. “Mi papá tenía Carmona, de modo que era indio”. Su madre,
Mercedes, cantaba bambucos y pasillos, y montó una escuela de baile con acordeones,
trompetas, maracas, platillos y redoblantes: El Gurrufero. En su cabeza se
dibujó el mapa musical colombiano.
Otra fortuna:
entre sus 126 canciones hay dos esenciales del folclor caribeño. Una surgió en
una época de rivalidad musical entre las subregiones vallenata y sabanera por
sus formas expresivas: La hamaca grande.
Según contaba, antes de 1970 no se hablaba de vallenato, sino de música de
acordeón. Con ella ofreció amistad a los músicos de la región del Cacique Upar.
Menciona que quiere llevar al Cesar “un indio
Parofo/ Y su vieja gaita que solo cuenta/ Historias sagradas” (…) “Que también tiene
leyenda/ Cual la de Francisco el Hombre”, es decir, de igual grandeza.
La otra
canción es El viejo Miguel. Casi no
hay Festival en que no suene cuando los concursantes desean impresionar a los
jurados con la interpretación del merengue. Habla de despedidas tristes:
“primero se fue la vieja pa el cementerio y ahora se va usted solito pa
Barranquilla”.
En suma,
Adolfo Pacheco Anillo es otro de los inmortales de la música colombiana.
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