(Columna publicada en el periódico GENTE, del grupo El Colombiano, del 9 de diciembre de 2022)
Sé
que ya han hablado de semejanzas entre el fútbol y la vida. El que gana no es
necesariamente porque lo merece ni porque sea el mejor. La solidaridad y la
resiliencia son virtudes que bien pueden dar frutos. Ah, y en cuanto a los
antivalores, ¿qué me dicen de la arrogancia? Ni rabia da observar a esos
jugadores de equipos grandes cuando, después de ningunear a los de los chicos,
terminan recibiendo una lección de humildad que les arde tanto como si hubieran
arrimado a una hiedra. O los que pierden tiempo y después les hace falta…
Hay
otro asunto en que el fútbol y la vida se parecen. Pocos aceptan que los chicos
crezcan. En el balompié, la tal “rebelión de los pequeños” resulta inaceptable
para los grandes y hasta para los comentaristas de los medios de comunicación. Dan
a entender que si ganan, se debe a la suerte o a una, dos o tres
desconcentraciones del equipo mayor. Que el mundo se tiene que quedar como está
y lo más seguro y deseable, según sus palabras, es que no vuelva a suceder… al
menos no muy seguido.
Así
mismo, en la vida cotidiana notamos que algunas personas no entienden o no
quieren entender que otras avanzan. Que ese o esa a quien conocieron hace
tiempos en condición precaria, en formación —académica, espiritual y
profesional—, hoy sea alguien diferente, con logros y realizaciones. Ante ese
alguien mantienen la boca y los ojos desmesuradamente abiertos, pues no
terminan de aceptar que en el mundo, los seres cambian de lugar.
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