(Columna publicada en el periódico GENTE, del grupo El Colombiano, el 8 de abril de 2022)
Como la
memoria es la facultad de olvidar, me sorprendo al ver rostros amigos
desprovistos de tapabocas y redescubrir detalles que se habían ido de mi mente.
Juro que no
recordaba que a Geraldine se le marcaran tanto los hoyuelos de las mejillas al sonreír,
ni que Estefanía tuviera la boca chiquita como un ojal. Tampoco, que Camila se
riera con todos los dientes, parejos y blanquísimos como para una publicidad de
crema dental. Definitivamente, hay a quienes desfavorece este trozo de tela que
hemos llevado por dos años. Cuándo será que pueden desecharlo totalmente.
Creo adivinar
un leve bronceado en muchas personas, de media cara hacia arriba.
Había olvidado
que David ha lucido una barba estilo candado, Esteban casi carece de cuello y
Daniela tiene pecas tan rojas que parecen chispas. Noto que el sobrino de Manuel,
adolescente y fatuo, tiene la cara salpicada de acné; al mirarlo se viene a la
cabeza la imagen de un lecho volcánico.
Ahora, al
desnudar mi rostro —situación que, luego de meses de llevarlo oculto me hace
sentir algo de pudor, como si destapara otra zona, la más vedada de mi cuerpo—,
¿qué pensarán de mí los demás? Recordarán acaso mi nariz descomunal —pero
distinguida, espero— y dirán: ¡claro! ¡Ahí está esa nariz como el pico del ave
del escudo! ¿Notarán, otra vez, que en ocasiones voy susurrando como
desquiciado?
¡Ay, qué vida!
Tanto renegar del tapabocas y a algunos nos favorece más llevarlo. Por qué no reconocerlo.
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