(Columna RÍO DE LETRAS publicada en el diario ADN en la semana del 22 al 27 de noviembre de 2021)
Uno no ha
vivido un fin del mundo, lo ha leído no más.
“Gracias” al cambio
climático, cada vez más parecemos personajes salidos de una novela de Cormac
McCarthy con el paisaje quemado, o de una de Stephen Baxter donde las ciudades son
tragadas por el agua. Y en ambas surgen escenarios de hambruna y barbarie.
No termina la
peste, nos alentamos con cifras que bajan, cuando los científicos salen a decir:
no canten victoria; viene otro pico. Y bueno, la literatura nos había anticipado
que esto podía suceder. Jack London, en La
peste escarlata, hace más de 100 años; Philip Roth, en Némesis, hace más de diez. Común denominador: devastación y
desesperanza.
¿Quién le cree
a la Cumbre de Glasgow sobre cambio climático, si gobiernos de países que más
dañan el planeta apenas se comprometen tibiamente a reducir su porquería?
Ahora advierten
una inminente escasez de alimentos y productos, en parte como consecuencia de
la pandemia, y en parte porque las materias se agotan por la cultura del úselo
y tírelo impulsada por el consumismo, como anunció Eduardo Galeano en un libro
publicado en 1994: «“La salud del
mundo está hecha un asco”. “Somos todos responsables”, claman las voces de la alarma
universal, y la generalización absuelve: si somos todos responsables, nadie es».
Todo está
anotado en los libros. El checo Vaclav Smil (Energía y civilización y Los
números no mienten: 71 historias para entender el mundo) señala que en unos
cinco años habrá escasez de agua y alimentos.
Uno no ha vivido un fin del mundo, pero todo esto debe parecérsele mucho. ¿No creen?
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