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Se cumplen 110 años del inicio de la Primera Guerra Mundial. Escritores encontraron en ella una explosiva veta de historias duras y fascinantes.
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La Gran Guerra, de Joe Sacco |
A Ernest Hemingway le atraía de tal manera la acción, que al no ser aceptado por el ejército de su país para participar en la Primera Guerra Mundial debido a su vista deficiente, aceptó una convocatoria de la Cruz Roja para irse como voluntario a conducir una ambulancia en los campos bélicos de Italia, en 1918.
Llegó
primero a París, en plenos bombardeos. Después, pasó a Milán y, el primer día
de trabajo, condujo a los socorristas a la escena de la explosión de una
fábrica de municiones. Después de buscar cadáveres completos, se aplicaron en
la recolección de los restos de las obreras. Esto lo contó en Muerte en la tarde, una novela cuya
historia central se ocupa de otros asuntos, de otras salvajadas.
Y
así, detrás de la acción, Hemingway encontraba historias para sus obras. Adiós a las armas es una novela más bien
autobiográfica. Un soldado de la Gran Guerra —como llamaban a la Primera Guerra
Mundial antes de que estallara la Segunda—, Frederick Henry, conductor de
ambulancia, conoce a la enfermera Catherine Barkley, cuando coinciden en suelo
italiano. Se enamoran. Viven su relación en medio de los disparos, las
explosiones, la muerte, la sangre. Las primeras líneas dicen:
“Aquel
año, al final del verano, vivíamos en una casa de un pueblo que, más allá del
río y de la llanura, miraba a las montañas. En el lecho del río había
pedrezuelas y guijarros, blancos bajo el sol, y el agua era clara y fluía,
rápida y azul, por la corriente. Las tropas pasaban por delante de la casa y se
alejaban por el camino, y el polvo que levantaban cubría las hojas de los
árboles. Los troncos también estaban polvorientos y, aquel año en que las hojas
habían caído tempranamente, veíamos cómo las tropas pasaban por el camino, el
polvo que las levantaba; la caída de las hojas, arrancadas por el viento; los
soldados que pasaban, y de nuevo, bajo las hojas, el camino solitario y
blanco”.
Hablamos de la Primera Guerra Mundial, porque este 28 de julio se cumplen 110 años de su inicio. Los historiadores explican que el mundo estaba diseñado para beneficio de Europa. Este continente ostentaba el poder orbital. Sin embargo, dicho poder estaba centrado en Europa Occidental, donde se asentaba la mayor capacidad industrial, comercial e intelectual. Londres era el núcleo de la economía y Europa, el centro de la producción. Sin embargo, tales referentes amenazaban con venirse abajo, por el afán imperialista de grandes potencias, el Japón y Estados Unidos. Estas ambiciones tensionaron el ambiente e impulsaron la creación de alianzas entre países. El “florero de Llorente” para iniciar el conflicto fue el asesinato del archiduque Francisco Fernando, heredero de la corona austro-húngara, y de su esposa, la archiduquesa Sofía, en Sarajevo, el día señalado al inicio de este párrafo. Este imperio usó este crimen como excusa para resolver su disputa con Serbia y le declaró la guerra. Ambas naciones pidieron el apoyo de otros países y, en una semana, la mayor parte de Europa estaba en guerra. Se enfrentaron las Potencias Centrales (Alemania, Austria-Hungría y el Imperio Otomano) contra los Aliados (Francia, Gran Bretaña, Rusia, Italia, Japón y, a partir de 1917, Estados Unidos).
Llamada
la Gran Guerra porque jamás había habido otra más sangrienta en la historia
mundial, dejó más de ocho millones y medio de muertos, según la Organización de
las Naciones Unidas. Y según otras fuentes, como la Enciclopedia del Holocausto, a consecuencia de las hostilidades murieron casi diez millones de soldados y alrededor
de veintiún millones fueron heridos en combate. Se calcula que unas trece millones de personas no combatientes
perecieron como
consecuencia directa o indirecta de la guerra.
Si
en el mundo y en los países, las cosas se hicieran por consenso, tal vez no
habría guerras; al menos, no tantas. Porque casi todas las personas —unas de
dientes para afuera y otras porque en verdad lo piensan— dicen, cuando les
preguntan o se llega al tema, que la guerra es deplorable y ninguna tiene
justificación. Que son más los horrores que los beneficios. Sin embargo, las
guerras se mantienen. Hasta se diría, es una de las características que
identifican a la especie.
La
literatura explora el espíritu humano y, para hablar de él, para ayudar a
entenderlo, escarba en los basureros de la historia. En los que deja la guerra,
halla personajes, situaciones, tensiones que permiten la creación de obras de
ficción y no ficción. La guerra saca lo peor de nosotros, suele decirse: el
terror, la muerte, la desolación, el sufrimiento, la ambición, y estas calamidades
sacan otros asuntos, ya positivos: la esperanza, la solidaridad. Todo eso se
conjuga en el crisol de las tensiones. Alcanzamos a sentir solidaridad y hasta
compasión por el soldado asustado por los bombardeos y que traga fango en el
fondo de una trinchera, y fastidio y odio por los políticos que, en mullidos
sillones de habitaciones climatizadas, deciden la suerte de aquel compartiendo
comidas y tragos exquisitos.
La
barbaridad de la guerra proporciona copiosos temas a la literatura como frutos deja
una cosecha legendaria.
Por
eso, escritores como Hemingway hallaron en ella temas por docenas. Otro fue William
Faulkner. No combatió ni prestó algún servicio en la confrontación bélica, como
a veces él presumía, pero, para evitar el ingreso al Ejército de su país, se
inscribió en un grupo de reservistas de las fuerzas militares británicas en
Toronto. Y en 1926 salió con una potente novela titulada La paga de los soldados. Una vez acabada la guerra, un piloto de
aviones estadounidenses, a quien familiares y conocidos daban por muerto,
regresa de pronto a casa, en Georgia. Llega enfermo y con una cicatriz
horrorosa en el rostro al hogar paterno, acompañado de un exsoldado y una
viuda. La historia gira en torno a la intempestiva llegada que sorprendió a
todos, y a la idea de mantenerse firme en el compromiso de matrimonio que el
hombre dejó abierto antes de irse a los campos de batalla.
Y
como en el caso de Hemingway, esta tampoco sería la única historia que Faulkner
alimentaría en la Gran Guerra. Una fábula
es una novela ambientada en Francia durante los años de confrontación. El cabo Stefan
—quien simboliza la reencarnación de
Jesucristo— ordena a un grupo de tres mil soldados que desobedezcan la orden de
atacar en la guerra de trincheras. Al notar que no había ataque, el bando
contrario, de los alemanes, tampoco lo hace. Entienden que se requieren dos
bandos para combatir. Los altos mandos se reúnen para establecer la forma de
reiniciar los enfrentamientos. Deciden asesinar al cabo pacifista, cuyo
espíritu habrá de transmigrar al cuerpo de un mensajero británico. En algún
momento, el general de división, responsable del hecho, se prepara para acudir
al sitio donde sus superiores lo juzgarán y harán pagar por ello. Habla con el
ayudante de campo:
“—¿Es
posible? —dijo el ayudante—. ¿Cree usted
en verdad que están parando la guerra solo para despojarle del derecho que
tiene, como general de división, a fusilar este regimiento?
—No
mi reputación, ni siquiera mi hoja de servicios. Pero sí la reputación, la
buena reputación, la buena fama de la división. ¿Qué otra cosa puede ser? ¿Qué
otra razón podían tener…? —Parpadeó e hizo un gesto de dolor, y el ayudante
sacó el frasco del bolsillo, lo destapó y lo introdujo en la mano del general.
—Los
hombres —barbotó este.
—Tome
—insistió el ayudante. El general de división tomó el frasco.
—Gracias
—dijo; incluso empezó a levantar el frasco hasta sus labios—. Los hombres
—repitió. La tropa. Todos ellos. Desafiando, rebelándose, no contra el enemigo,
sino contra nosotros los oficiales, que no solo estuvimos donde ellos
estuvieron, sino que los guiamos, los precedimos, nos pusimos delante, no
deseándoles sino la gloria, no exigiéndoles sino valor…
—Beba, general
—insistió el ayudante—. Ande, beba.
—¡Ah,
sí! —murmuró. Bebió y devolvió el frasco; dijo “Gracias” e inició un
movimiento, pero antes de que pudiera completarlo el ayudante, que había
entrado en su familia militar desde que consiguió su primera medalla de
brigadier, ya había sacado un pañuelo, inmaculado y planchado, doblado aún tal
como lo dejó la planchadora, y se lo entregó. “Gracias”, dijo el general otra
vez, aceptando el pañuelo y secándose el bigote; y luego se irguió de nuevo para,
con el pañuelo desplegado en la mano, parpadear dolorosamente y decir sencilla
y claramente: Basta de esto”.
El
horror como cosa normal
Hay
una frase que hace parte del acervo lingüístico, es decir, de ese depósito de
frases hechas de que dispone toda lengua: sin novedad en el frente. Se usa,
cómo no, para indicar que nada ha cambiado. Este es el título de una novela publicada
en 1929 por el alemán Erich Maria Remarque. En ella, el autor intenta exponer
el sinsentido de la guerra. Es un soldado quien revela los horrores. Él y un
grupo de amigos, compañeros de colegio, van a la guerra alentados por los
profesores. Cada día sienten que el conflicto, las muertes, el dolor, los va
transformando en bestias salvajes, sin sentimientos.
Stefan
Zweig, el austriaco de familia judía, protestó contra la Primera Guerra Mundial
en varias de sus obras. “Mendel el de los libros” es un cuento incluido en Caleidoscopio. Relata la historia de un
vendedor de libros viejos, Jakobs Mendel. Es un judío ruso, tolerado y hasta
querido en medio de ese tiempo de persecución. Pasa sentado a la mesa de un
café vienés hablando, contando historias gracias a su memoria singular. De
pronto, lo toman preso. Es acusado injustamente de colaborar con los enemigos
del Imperio austrohúngaro.
Y
a quienes los seduce la novela gráfica, ahí tienen al maltés Joe Sacco. La Gran Guerra es una novela pintada
en un gran folio plegable de más de siete metros de largo. Con el estilo de los
tapices medievales, y como aquellos, sin perspectiva, relata una sola batalla
de la Primera Guerra Mundial, pero la más sangrienta: la Batalla de Somme, el
peor desastre militar de la historia, ocurrida el primero de junio de 1916.
Hombres, vehículos, armas, uniformes, trincheras, todo en detalle. El primer
día de tal confrontación murieron más de 57.700 soldados. Y en los cuatro meses
de la batalla, ambos bandos perdieron más de un millón de combatientes.
Podríamos
seguir disparando con nuestra metralleta de títulos, pero solo digamos ahora que
una de las grandes tragedias que deja la guerra es que el horror y la crueldad
van tomando el lugar de cosa normal. Forman callo en la sensibilidad. Entonces
llegan los escritores para ponernos en escena. Podemos odiar la guerra, sí, pero
encontrar en la literatura que la relata unas auténticas joyas.
Profe excelente su columna. Felicitaciones. Excelente paseo por la literatura de la guerra
ResponderBorrarOjala la metralleta de títulos y buenos comentarios literarios como estos, fueran nuestras únicas guerras...
ResponderBorrarProfe John, magnífica reseña de La Gran Guerra. Gracias.
ResponderBorrarProfe John, magnífica reseña de La Gran Guerra. Gracias.
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