viernes, 26 de julio de 2024

Olimpiadas literarias

(Columna Río de Letras publicada en el diario ADN, semana del 22 al 28 de julio de 2024)

  

 

Llegan las Olimpiadas… y una maratón de lecturas en torno al sudor, el esfuerzo y la sed de gloria.


Pausanias, historiador del siglo II, habla de ellas en Descripción de Grecia como fiestas deportivas que incluían combates, carreras de cuadrigas, atletismo y hasta pentatlón (salto largo, lanzamientos de disco y jabalina, carrera a pie y lucha). Siete siglos antes, Píndaro componía odas a los campeones. En una, dedicada al púgil Agesidano de Logris, dice:


No espere nadie del triunfo el júbilo

si a fuerza de sudores no lo gana.


Los Olímpicos se suspendieron en el siglo IV. Al reavivarse la llama en Atenas 1896, poetas y narradores también atizaron el fuego creativo.


La pequeña comunista que no sonreía nunca, de Lola Lafon, cuenta la historia de una gimnasta rumana prodigiosa. Desde niña es obligada a entrenar de manera inhumana para bien del régimen. Enamora al mundo en las justas y regresa al país. A los años, tras la muerte del tirano, huye por la frontera húngara y llega a Estados Unidos para asilarse. No pocos ven a Nadia Comaneci en esta novela.


En Sabotaje olímpico, Manuel Vázquez Montalbán narra una conspiración política en Barcelona-92. Pepe Carvalho se ocupa de descubrirla:


“—Todo conduce a pensar que nos enfrentamos a un sabotaje olímpico sagazmente programado.


—¿En qué se basa?


—Johnson, el atleta de origen jamaicano, nacionalizado canadiense, primero ganador de una medalla en Seúl por su victoria en los cien metros lisos, luego desposeído por doping...


—¿Sí?


—Acaba de ganar la final de los cien metros lisos en Barcelona”.

viernes, 19 de julio de 2024

La Gran Guerra

 


https://www.elcolombiano.com/generacion/criticos/la-gran-guerra-HE25033217


Se cumplen 110 años del inicio de la Primera Guerra Mundial. Escritores encontraron en ella una explosiva veta de historias duras y fascinantes.

 


La Gran Guerra, de Joe Sacco

A Ernest Hemingway le atraía de tal manera la acción, que al no ser aceptado por el ejército de su país para participar en la Primera Guerra Mundial debido a su vista deficiente, aceptó una convocatoria de la Cruz Roja para irse como voluntario a conducir una ambulancia en los campos bélicos de Italia, en 1918.


Llegó primero a París, en plenos bombardeos. Después, pasó a Milán y, el primer día de trabajo, condujo a los socorristas a la escena de la explosión de una fábrica de municiones. Después de buscar cadáveres completos, se aplicaron en la recolección de los restos de las obreras. Esto lo contó en Muerte en la tarde, una novela cuya historia central se ocupa de otros asuntos, de otras salvajadas.


Y así, detrás de la acción, Hemingway encontraba historias para sus obras. Adiós a las armas es una novela más bien autobiográfica. Un soldado de la Gran Guerra —como llamaban a la Primera Guerra Mundial antes de que estallara la Segunda—, Frederick Henry, conductor de ambulancia, conoce a la enfermera Catherine Barkley, cuando coinciden en suelo italiano. Se enamoran. Viven su relación en medio de los disparos, las explosiones, la muerte, la sangre. Las primeras líneas dicen:


“Aquel año, al final del verano, vivíamos en una casa de un pueblo que, más allá del río y de la llanura, miraba a las montañas. En el lecho del río había pedrezuelas y guijarros, blancos bajo el sol, y el agua era clara y fluía, rápida y azul, por la corriente. Las tropas pasaban por delante de la casa y se alejaban por el camino, y el polvo que levantaban cubría las hojas de los árboles. Los troncos también estaban polvorientos y, aquel año en que las hojas habían caído tempranamente, veíamos cómo las tropas pasaban por el camino, el polvo que las levantaba; la caída de las hojas, arrancadas por el viento; los soldados que pasaban, y de nuevo, bajo las hojas, el camino solitario y blanco”.

 


Hablamos de la Primera Guerra Mundial, porque este 28 de julio se cumplen 110 años de su inicio. Los historiadores explican que el mundo estaba diseñado para beneficio de Europa. Este continente ostentaba el poder orbital. Sin embargo, dicho poder estaba centrado en Europa Occidental, donde se asentaba la mayor capacidad industrial, comercial e intelectual. Londres era el núcleo de la economía y Europa, el centro de la producción. Sin embargo, tales referentes amenazaban con venirse abajo, por el afán imperialista de grandes potencias, el Japón y Estados Unidos. Estas ambiciones tensionaron el ambiente e impulsaron la creación de alianzas entre países. El “florero de Llorente” para iniciar el conflicto fue el asesinato del archiduque Francisco Fernando, heredero de la corona austro-húngara, y de su esposa, la archiduquesa Sofía, en Sarajevo, el día señalado al inicio de este párrafo. Este imperio usó este crimen como excusa para resolver su disputa con Serbia y le declaró la guerra. Ambas naciones pidieron el apoyo de otros países y, en una semana, la mayor parte de Europa estaba en guerra. Se enfrentaron las Potencias Centrales (Alemania, Austria-Hungría y el Imperio Otomano) contra los Aliados (Francia, Gran Bretaña, Rusia, Italia, Japón y, a partir de 1917, Estados Unidos).


Llamada la Gran Guerra porque jamás había habido otra más sangrienta en la historia mundial, dejó más de ocho millones y medio de muertos, según la Organización de las Naciones Unidas. Y según otras fuentes, como la Enciclopedia del Holocausto, a consecuencia de las hostilidades murieron casi diez millones de soldados y alrededor de veintiún millones fueron heridos en combate. Se calcula que unas trece millones de personas no combatientes perecieron como consecuencia directa o indirecta de la guerra.


Si en el mundo y en los países, las cosas se hicieran por consenso, tal vez no habría guerras; al menos, no tantas. Porque casi todas las personas —unas de dientes para afuera y otras porque en verdad lo piensan— dicen, cuando les preguntan o se llega al tema, que la guerra es deplorable y ninguna tiene justificación. Que son más los horrores que los beneficios. Sin embargo, las guerras se mantienen. Hasta se diría, es una de las características que identifican a la especie.


La literatura explora el espíritu humano y, para hablar de él, para ayudar a entenderlo, escarba en los basureros de la historia. En los que deja la guerra, halla personajes, situaciones, tensiones que permiten la creación de obras de ficción y no ficción. La guerra saca lo peor de nosotros, suele decirse: el terror, la muerte, la desolación, el sufrimiento, la ambición, y estas calamidades sacan otros asuntos, ya positivos: la esperanza, la solidaridad. Todo eso se conjuga en el crisol de las tensiones. Alcanzamos a sentir solidaridad y hasta compasión por el soldado asustado por los bombardeos y que traga fango en el fondo de una trinchera, y fastidio y odio por los políticos que, en mullidos sillones de habitaciones climatizadas, deciden la suerte de aquel compartiendo comidas y tragos exquisitos.


La barbaridad de la guerra proporciona copiosos temas a la literatura como frutos deja una cosecha legendaria.


Por eso, escritores como Hemingway hallaron en ella temas por docenas. Otro fue William Faulkner. No combatió ni prestó algún servicio en la confrontación bélica, como a veces él presumía, pero, para evitar el ingreso al Ejército de su país, se inscribió en un grupo de reservistas de las fuerzas militares británicas en Toronto. Y en 1926 salió con una potente novela titulada La paga de los soldados. Una vez acabada la guerra, un piloto de aviones estadounidenses, a quien familiares y conocidos daban por muerto, regresa de pronto a casa, en Georgia. Llega enfermo y con una cicatriz horrorosa en el rostro al hogar paterno, acompañado de un exsoldado y una viuda. La historia gira en torno a la intempestiva llegada que sorprendió a todos, y a la idea de mantenerse firme en el compromiso de matrimonio que el hombre dejó abierto antes de irse a los campos de batalla.


Y como en el caso de Hemingway, esta tampoco sería la única historia que Faulkner alimentaría en la Gran Guerra. Una fábula es una novela ambientada en Francia durante los años de confrontación. El cabo Stefan  —quien simboliza la reencarnación de Jesucristo— ordena a un grupo de tres mil soldados que desobedezcan la orden de atacar en la guerra de trincheras. Al notar que no había ataque, el bando contrario, de los alemanes, tampoco lo hace. Entienden que se requieren dos bandos para combatir. Los altos mandos se reúnen para establecer la forma de reiniciar los enfrentamientos. Deciden asesinar al cabo pacifista, cuyo espíritu habrá de transmigrar al cuerpo de un mensajero británico. En algún momento, el general de división, responsable del hecho, se prepara para acudir al sitio donde sus superiores lo juzgarán y harán pagar por ello. Habla con el ayudante de campo:


“—¿Es posible? —dijo el ayudante—. ¿Cree  usted en verdad que están parando la guerra solo para despojarle del derecho que tiene, como general de división, a fusilar este regimiento?


—No mi reputación, ni siquiera mi hoja de servicios. Pero sí la reputación, la buena reputación, la buena fama de la división. ¿Qué otra cosa puede ser? ¿Qué otra razón podían tener…? —Parpadeó e hizo un gesto de dolor, y el ayudante sacó el frasco del bolsillo, lo destapó y lo introdujo en la mano del general.


—Los hombres —barbotó este.


—Tome —insistió el ayudante. El general de división tomó el frasco.


—Gracias —dijo; incluso empezó a levantar el frasco hasta sus labios—. Los hombres —repitió. La tropa. Todos ellos. Desafiando, rebelándose, no contra el enemigo, sino contra nosotros los oficiales, que no solo estuvimos donde ellos estuvieron, sino que los guiamos, los precedimos, nos pusimos delante, no deseándoles sino la gloria, no exigiéndoles sino valor…


—Beba, general —insistió el ayudante—. Ande, beba.


—¡Ah, sí! —murmuró. Bebió y devolvió el frasco; dijo “Gracias” e inició un movimiento, pero antes de que pudiera completarlo el ayudante, que había entrado en su familia militar desde que consiguió su primera medalla de brigadier, ya había sacado un pañuelo, inmaculado y planchado, doblado aún tal como lo dejó la planchadora, y se lo entregó. “Gracias”, dijo el general otra vez, aceptando el pañuelo y secándose el bigote; y luego se irguió de nuevo para, con el pañuelo desplegado en la mano, parpadear dolorosamente y decir sencilla y claramente: Basta de esto”.

 

El horror como cosa normal

Hay una frase que hace parte del acervo lingüístico, es decir, de ese depósito de frases hechas de que dispone toda lengua: sin novedad en el frente. Se usa, cómo no, para indicar que nada ha cambiado. Este es el título de una novela publicada en 1929 por el alemán Erich Maria Remarque. En ella, el autor intenta exponer el sinsentido de la guerra. Es un soldado quien revela los horrores. Él y un grupo de amigos, compañeros de colegio, van a la guerra alentados por los profesores. Cada día sienten que el conflicto, las muertes, el dolor, los va transformando en bestias salvajes, sin sentimientos.


Stefan Zweig, el austriaco de familia judía, protestó contra la Primera Guerra Mundial en varias de sus obras. “Mendel el de los libros” es un cuento incluido en Caleidoscopio. Relata la historia de un vendedor de libros viejos, Jakobs Mendel. Es un judío ruso, tolerado y hasta querido en medio de ese tiempo de persecución. Pasa sentado a la mesa de un café vienés hablando, contando historias gracias a su memoria singular. De pronto, lo toman preso. Es acusado injustamente de colaborar con los enemigos del Imperio austrohúngaro.


Y a quienes los seduce la novela gráfica, ahí tienen al maltés Joe Sacco. La Gran Guerra es una novela pintada en un gran folio plegable de más de siete metros de largo. Con el estilo de los tapices medievales, y como aquellos, sin perspectiva, relata una sola batalla de la Primera Guerra Mundial, pero la más sangrienta: la Batalla de Somme, el peor desastre militar de la historia, ocurrida el primero de junio de 1916. Hombres, vehículos, armas, uniformes, trincheras, todo en detalle. El primer día de tal confrontación murieron más de 57.700 soldados. Y en los cuatro meses de la batalla, ambos bandos perdieron más de un millón de combatientes.


Podríamos seguir disparando con nuestra metralleta de títulos, pero solo digamos ahora que una de las grandes tragedias que deja la guerra es que el horror y la crueldad van tomando el lugar de cosa normal. Forman callo en la sensibilidad. Entonces llegan los escritores para ponernos en escena. Podemos odiar la guerra, sí, pero encontrar en la literatura que la relata unas auténticas joyas.



jueves, 18 de julio de 2024

Guillén sigue sóngoro cosongo

(Columna Río de Letras publicada en el diario ADN en la semana del 15 al 21 de julio de 2024)

 


Hace 35 años murió uno de los grandes poetas de América: Nicolás Guillén. Sus versos expresan la identidad cubana y cantan, con sentimiento mulato, a la necesidad de forjar una sociedad justa, conformada por individuos solidarios.


Nicolás Guillén nació y creció con la Cuba republicana. El año de su nacimiento, 1902, es el mismo en el que la nación insular inició su vida como país independiente. Además de poeta, fue periodista y activista político. Sus obras enriquecen la poesía infantil, la de amor y la social. Quien no ha leído estos versos, no sabe lo que se pierde:


Por el Mar de las Antillas

anda un barco de papel:

anda y anda el barco barco,

sin timonel.


Sus poemas fueron celebrados por Machado, Unamuno, García Lorca, César Vallejo, Miguel Hernández, Neruda y un sinfín de artistas de la palabra.


El Poeta Nacional de Cuba es una de las voces más auténticas y fuertes de la poesía continental. Es autor de Sóngoro cosongo, Sol de domingo, El son entero y Las coplas de Juan descalzo, entre otros libros. Piezas suyas llevadas a la música se cuentan por decenas, especialmente en la Nueva Trova Cubana. La musicalidad mulata y sonera de sus poemas invita a los músicos a convertirlos en cantos. Una de ellas, Canción, es un poema del libro La rueda dentada. Pablo Milanés hizo una versión muy celebrada, y la Sonora Ponceña, la del Papo Lucca, realizó otra en ritmo de salsa, con sabor antillano y llena de instrumentos y voces armónicas:


De qué callada manera

se me adentra usted sonriendo,

como si fuera

la primavera! (Yo, muriendo.)

viernes, 12 de julio de 2024

Cien años de Castro Saavedra

 (Columna Río de Letras publicada en el diario ADN en la semana del 8 al 14 de julio de 2014)

 


Como todos los poetas, Carlos Castro Saavedra tiene quien lo ame y quién no. El 10 de agosto se cumplen cien años del nacimiento de este escritor, que hacía de la poesía un objeto de consumo diario, como el pan o el jabón, para que pudiera disfrutarla “el hombre de la calle”, como dice en el poema de las “Cosas que sobran”:


(…) Al hombre de la calle no le gustan

los poemas oscuros

ni el pájaro que clava su pico en una nube

y desata el invierno.


Su voz auténtica viaja en poemas, claro, y en columnas de prensa, y en cuentos infantiles. Pablo Neruda, en el prólogo al primer poemario del antioqueño, Fusiles y luceros, manifestó que con él despertaba la poesía colombiana de un “letargo adorable pero mortal”. Agregó: “Su poesía recorre de arriba a abajo la patria, es poesía de aire y de espesura, es poesía con lo que les faltaba a los colombianos, porque allí existió siempre el riguroso mármol y el pétalo celeste, pero no estaba entre los materiales el pueblo, sus banderas, su sangre”.


Castro Saavedra es autor de la novela Adán Ceniza; los poemarios Camino de la patria, Escrito en el infierno, Sonetos del amor y de la muerte; de las obras teatrales El trapecista vestido de rojo e Historia de un jaulero, entre otros libros. Es muy conocido su poema “Angustia”:


Yo me lleno de angustia mirándote la frente

porque estás más lejana cuando estás más presente.

Para que yo no pueda llegar hasta tu alma,

tú me miras a veces con esa misma calma

con que miran los lagos una noche estrellada:

la miran hasta el alba y no le dicen nada (…).

viernes, 5 de julio de 2024

Un siglo de Veinte poemas de amor

(Columna publicada en la revista Generación de El Colombiano, el 5 de julio de 2024) 


https://www.elcolombiano.com/generacion/criticos/un-siglo-de-veinte-poemas-de-amor-MN24921629


 


Se celebran cien años de la primera edición de Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Neruda. Uno de los poemarios más conocidos de la literatura.

 


Carátula de la primera edición.


Se nos fue junio sin decir que en ese mes se cumplieron cien años de la publicación primera del poemario Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda. Pero, calma. Ya estamos aquí para decirlo. Porque si algo hay incontestable es que se trata de una de las obras latinoamericanas más leídas en estos diez decenios. Y detrás del libro surge la figura voluminosa y polémica de este autor chileno, nacido en Parral con el nombre de Ricardo Neftalí Reyes Basoalto hace ciento veinte años, y muerto en Santiago hace cincuenta y uno.


Leído e influyente, tanto entre los enamorados del amor como entre los de la poesía. Los seguidores de Neruda leen sus poemarios y les escurren la miel hasta decir ya no más, porque con cada verso alimentan sus ideas idílicas. Todavía, bajo los árboles del Jardín Botánico, se ven parejas leyendo muy juntas los versos del chileno, en especial el poema 20 del libro que ahora cumple cien años. Y después, de tanto leerlos y escucharlos y repetirlos en la mente, emergen convertidos algo así como en ideas propias. Como si a cada amante se le hubieran acabado de ocurrir.

 

“Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Escribir, por ejemplo: «La noche está estrellada,

y tiritan, azules, los astros a lo lejos».

El viento de la noche gira en el cielo y canta”.

 

Poetas y narradores, por su parte, en su afán por entender los resortes de la poesía del autor chileno y aprender a dominar la difícil facilidad de sus versos, lo leen, lo estudian, lo exprimen también. Su intención: llegar a escribir los versos —tristes o no, de noche o de día—, que resulten tan pegajosos y fáciles de aprender como esos.

 

Son tan magnéticos los versos de Neruda, en especial los del libro en el que hoy se centra la atención, que no pocos creadores musicales los han tomado, al pie de la letra o en versiones libres, para hacer sus canciones.


En Víctor Heredia canta a Pablo Neruda, el cantautor argentino incluye dos poemas de estos Veinte. El 1 y el 19. El 1 es ese que comienza así:

 

“Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,

te pareces al mundo en tu actitud de entrega.

Mi cuerpo de labriego salvaje te socava

y hace saltar el hijo del fondo de la tierra”.

 

En tanto que la primera estrofa del 19 dice:

 

“Niña morena y ágil, el sol que hace las frutas,

el que cuaja los trigos, el que tuerce las algas,

hizo tu cuerpo alegre, tus luminosos ojos

y tu boca que tiene la sonrisa del agua”.

 

La cantora de tangos Adriana Varela, La Gata, tiene en su repertorio el número 15:

 

“Me gustas cuando callas porque estás como ausente,

y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.

Parece que los ojos se te hubieran volado

y parece que un beso te cerrara la boca”.

 


Y aquí viene la polémica que mencioné. Las feministas reprochan al poeta este inicio, es decir, eso de que le guste la mujer callada, en lugar de que le deleite cuando habla y expresa sus ideas. Hallan en esto una discriminación sexista. Parece que sugiriera que lo que ella dice no es importante y, por tanto, mejor que mantenga la boca cerrada.


Ángel Parra, Joaquín Sabina, Julieta Venegas han cantado versos de otros poemarios. Y señalan que la canción “La Reina”, del compositor Hernán Urbina, que interpreta el cantante de vallenatos Diomedes Díaz, tiene base en el poema del mismo nombre incluido en Los versos del capitán, del autor chileno.

 

Y a todas estas, tomó su seudónimo del escritor, poeta y dramaturgo checo Jan Neruda, aunque algunos lo pongan en duda. Estos no creen que Ricardo Neftalí hubiera conocido la obra del europeo. Sin embargo, ¿por qué no hubiera podido conocerla, si el de Praga vivió entre 1834 y 1891? ¿Si el chileno, desde niño, encontró en los libros un subterfugio para esconder su timidez? ¿Si no desmintió jamás que ese fuera el origen de su nombre, en las numerosas veces que se lo preguntaron? Los biógrafos señalan que el poeta, en su casa de Temuco, donde vivió desde los tres años, tras la muerte de su madre, enloqueció al conocer los Cuentos de Malá Strana, del checo, hasta hacerlo buscar y leer cuanto pudo de la magistral pluma del europeo.


Ya que nos metimos en este asunto, en lo del seudónimo, leamos un párrafo del “Escrito en un día de los muertos”, uno de los Cuentos de Mala Strana que deslumbró a Neruda cuando aún no era Neruda. Recrea una leyenda urbana de Praga, que alude a una mujer obesa que tiene enredos amorosos con dos hombres, cuyo desenlace es estremecedor:


“Yo no sé cuántas veces habrá de visitar el cementerio de Kosir en el Día de los Muertos; lo que es esta vez, llegó trabajosamente —las piernas no le responden mucho, aparentemente—. Aparte de eso, actuó igual que todos los años. Su silueta solemne y maciza bajó a eso de las once desde el carricoche que la había transportado; tras ella, el conductor sacó de adentro unas coronas de flores dentro de un envoltorio hecho con un pañuelo blanco, y por último descendió una niña de aproximadamente cinco años, bien arropada. Hará quince años que la señorita María viene en este día flanqueada por una niña de cinco años que escoge en el vecindario”.


Claro, el relato sigue. Nos enteramos un poco del autor europeo que conmovió a Pablo Neruda al punto de arrebatarle el apellido, como si hallara en él a un padre, un padre literario.


Volviendo a Neruda, el chileno, en la introducción de la edición de Editorial Austral, a poco más de setenta años de la obra, José Carlos Rovira menciona un comentario del autor sobre este poemario. Un comentario aparecido en Las vidas del poeta. Memorias y recuerdos de Pablo Neruda (diez crónicas autobiográficas), publicado en O Cruzeiro Internacional, de Río de Janeiro: “Veinte poemas se ha editado muchas veces. He visto muchas parejas de enamorados perdurables a quienes unió este libro triste. ¿Cómo se ha mantenido la frescura, el aroma vivo de estos versos durante todos estos años que fueron como siglos? Yo no puedo explicarlo”.


Y sí, son tristes esos poemas. Y más la “Canción desesperada”, que habla del final del amor. “Es la hora de partir. ¡Oh abandonado!”. Tristes, sí, pero también amorosos y eróticos.


jueves, 4 de julio de 2024

Disparos al arco

(Columna Río de Letras publicada en el diario ADN en la semana del 1 al 7 de julio de 2024)

 

  

Manuel Vázquez Montalbán es uno de los autores referentes de novela negra. Sus seguidores celebramos Tatuaje y Los mares del sur como obras excepcionales. Pero no es de esas obras colmadas de disparos de las que quiero hablar. Ahora, cuando abundan los disparos al arco, en las competencias futboleras continentales que se disputan y el mundial femenino que se aproxima, quiero mencionar su libro Fútbol, una religión en busca de Dios, de publicación póstuma. Catalán e hincha del Barcelona,  se pregunta si quienes practican el bello deporte son dioses del Olimpo reencarnados y qué ha pasado para que esta actividad se haya convertido en una religión.


Entre otros libros sobre fútbol, mencionemos Dios es redondo, de Juan Villoro; Todo por la patria, de Martín Caparrós, y Fútbol, goles y girasoles, de Jairo Aníbal Niño.


El de Villoro es un ensayo en el que rinde homenaje a Maradona, con el lenguaje literario ya conocido en este autor. En la primera página se lee:


“Elegir un equipo es una forma de elegir cómo transcurren los domingos. Unos optan por una escuadra de sólido arraigo familiar, otros se inclinan con claro sentido de la conveniencia por el campeón de turno. En ocasiones, una fatalidad regional decide el destino antes de que el sujeto cobre conciencia de su libre albedrío y el hincha nace al modo ateniense, determinado por la ciudad”.


El de Caparrós, una novela en torno al asesinato de la hija de un político de los años treinta, y el de Niño, relatos sobre la pasión por la pelota, que hace parte de la niñez de casi todo el mundo.