(Columna publicada en el periódico GENTE, del grupo El Colombiano, el 28 de octubre de 2022)
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Francisco de Goya: El aquelarre |
Hasta
hace tres decenios vivía en El Salado envigadeño un personaje como salido de una
novela picaresca. Arango, creo, era su apellido; Loco, estoy seguro, su apodo. Hacía
de las suyas. Era un azote de Dios, como se dice. Al parecer, tenía pacto con
fuerzas oscuras. En lugar de Loco, debieron haberlo apodado Brujo.
Más
de una vez lo persiguió la policía por algún entuerto. En una de esas, corrió a
esconderse en su casa en la montaña. Los agentes, pisándole los talones, entraron
también, recorrieron la vivienda, pero no hallaron habitante alguno. En la cocina,
para calmar la frustración, desgajaron murrapos de un racimo y comieron. Vencidos,
dejaron el sitio. Al rato, el Loco salió semidesnudo. Al verlo en tales fachas,
un agricultor le preguntó qué pasaba. “¡Ay! ¡Cómo que esos tarados se comieron mis
pantalones!”.
Noche
de Brujas. Celebración más justificada que cualquier otra. La brujería, antigua
como la humanidad, está presente en montes, campos y ciudades de los cinco
continentes, igual en pueblos primitivos que posmodernos, y seguirá hasta que
todo acabe. Va desde prácticas agresivas como las de sectas que, en rituales,
sacrifican niños para ofrendarlos a espíritus nefastos a cambio de oro, hasta
otras inofensivas de quienes trapean la casa con esencias para atraer la
suerte.
Así,
pues, disfrazarse es un medio de transformarse en otro, sin hechizos, solo por
la juguetona magia del vestuario y los maquillajes. Ser, por una noche, alguien
o algo que se admira o desea. Y al final de juego, volver a ser el mismo.