jueves, 27 de marzo de 2025

La cuidadora de pavos

(Columna Río de Letras publicada en el diario ADN, semana del 24 al 30 de marzo de 2025)

 


A los 22 años, Flannery O’Connor escribió en su Cuaderno de oraciones: “Querido, Señor, por favor, haga que lo desee. Sería el éxtasis más grande. No solo desearlo cuando piense en usted sino desearlo todo el tiempo, tenerlo desgarrándome, tenerlo dentro de mí como un cáncer. Me mataría como un cáncer y eso sería mi gran realización”. También esta petición: “Por favor, Dios, ayúdeme a ser una buena escritora”.


Esta narradora genial cumpliría 100 años el 25 de marzo. En dos novelas Sangre sabia y Los violentos lo arrebatan— y 31 cuentos, refleja el ambiente y la cultura sureña estadounidense desde una perspectiva cristiana y un humor inteligente traducido en ironía. La profunda religiosidad no afecta la calidad literaria, por más que un propósito de la autora sea llegar con sus relatos a “los duros de oído” y a quienes buscan en la tecnología y la idea de “progreso” el remedio para todos los males. Sus personajes viven en relación con la fe. Esta les sirve para bien o hasta para corromper, timar y sobrevivir…


Así empieza Los violentos lo arrebatan:


“El tío Francis Marion llevaba muerto apenas media hora cuando el muchacho se emborrachó tanto que no pudo terminar de cavar su tumba, y un negro llamado Buford Monson, que había ido a que le llenasen la damajuana, tuvo que terminar el trabajo, arrastrar el cuerpo desde la mesa del desayuno, donde seguía sentado (…)”.


Flannery pasó los últimos años en una granja, escribiendo y cuidando pavos reales. Murió de lupus, a los 39 años, en su natal Georgia, Estados Unidos, el 3 de agosto de 1964. 

jueves, 20 de marzo de 2025

Pedro Páramo, un clásico

(Columna Río de Letras publicada en el diario ADN, semana del 17 al 23 de marzo de 2025)

 

 

Dicen que, en los años sesenta, cuando García Márquez llegó a México, Álvaro Mutis lo recibió con un ejemplar de Pedro Páramo. Le dijo: “lea para que aprenda”. Fue tal la fascinación de Gabo con esta obra, que la leyó varias veces y se la aprendió de memoria. Años más tarde, el cataquero reveló que en ella encontró la estructura con que escribiría la historia de los Buendía.



Evoco esta anécdota para significar la magnitud de la novela de Juan Rulfo, cuya primera edición, del Fondo de Cultura Económica, cumple 70 años en marzo. En Pedro Páramo, el autor cuenta que Juan Preciado prometió a su mamá, en su lecho de muerte, buscar a su padre, Pedro Páramo, para reclamarle lo que nunca les dio, tal vez por no ser ella su mujer legítima y ser Juan un hijo bastardo. En Comala, la tierra del progenitor, la muerte está más presente que la vida.


Pedro Páramo es una obra cumbre de la literatura universal y viga de amarre del realismo mágico. Mezclas de realidad y fantasía, tradiciones cristianas e indígenas y múltiples voces narrativas, sumadas a la atmósfera fantasmal y el diálogo entre vivos y muertos, construyen una estructura revolucionaria. Rulfo mostró, en escenarios rurales, la situación del pueblo —carencias, exclusión, soledad, violencia— y la relación de los humanos con la Naturaleza.


“—¿Está usted viva, Damiana? ¡Dígame, Damiana!


Y me encontré de pronto solo en aquellas calles vacías. Las ventanas de las casas abiertas al cielo, dejando asomar las varas correosas de la yerba. Bardas descarapeladas que enseñaban sus adobes revenidos”.

sábado, 15 de marzo de 2025

Un milagro para Lorenzo

(Crónica publicada en la revista Generación de El Colombiano, el 15 de marzo de 2025)


A propósito de la canonización del médico venezolano José Gregorio Hernández

 


 

Publicada por primera vez en el diario El Mundo de Medellín, en 2004. Obtuvo el Premio CIPa al mejor trabajo en prensa escrita en el mismo año. Hace parte del volumen Crónicas de humo (Ed. El tambor arlequín, 2004)

 




Lorenzo Castellanos González fuma tabaco mordiéndolo con dos dientes. Lo sitúa en el extremo derecho de su boca y, con ella ocupada, habla con palabras cojas. Se sienta en la entrada del Museo del Mar, en Arboletes, dejando que el viento del océano, ese que huele a sal, fume más de prisa que él. De vez en cuando se ve salir, por el resto de la boca, una bocanada de humo que se pierde rápidamente en el aire y no alcanza a expeler su olor. Dice que fuma para entretener la vejez. Dice lo mismo de sus largas conversaciones con Ignacio Fernández Julio, el paisano que hace diez años decidió, por idea de Nuestro Señor Jesucristo, iniciar ese Museo. Este, taciturno, entra y sale de la singular galería y termina por descabezar un sueñecito acostado en un largo y grueso tronco de árbol que ha dispuesto como asiento. Total, él debe conocer de memoria las historias de su amigo.


—Miren muchachoj —nos dice Lorenzo a Esther y a mí, que le escuchamos extasiados, sin interrumpirle, sus historias de mar y de tierra que empata una con otra como sus tabacos, a modo de explicación a su negativa de beberse una cerveza con nosotros—. El veinticinco de enero voy a ajustá setentitréj años de está comiendo plátano y dejde hace veintidój no volví a tomarme un trago ni ha mujereá. Fue una promesa que lej hice a Dios Nuestro Señor y a José Gregorio Henándej. ¿Saben quién era José Gregorio?

 

 

Le voy a referí

Sentado en un madero, al lado de la entrada del Museo, Lorenzo da la espalda al occidente y nos mira de frente. Está vestido con una camiseta, pantalones a media pierna y una gorra de visera. Su boca, con la que también sorbe una que otra vez su refresco, directamente de la botella, está enmarcada por una barbita blanca. Bombea pensativo su colilla, mira nuestras caras, tal vez para decidir si a nosotros se nos puede hablar. De pronto, se resuelve a hacerlo:


—Es máj, lej voy a referí la historia —Lorenzo comienza con puntos suspensivos. Parece escoger muy bien las palabras, el orden de los acontecimientos, el tono del relato. Como buen narrador, sabe que en el comienzo está la mitad de todo. O simplemente esculca en su memoria, revisa que todo esté ahí, intacto—. Yo estaba viviendo aquí, en Arboletej, con la mujé y cinco hijoj, cuando recibí la noticia de que mi madre estaba muy mala y que tal vej se moriría.


»Así que le dije a mi esposa que debía irme a Ríocedro a está al lado della. Que no sabía cuánto tardaría, si un mej o un año... no sabía. Le recomendé: "de modo que si pasa un hombre y a ujté le gujta, ¡cójalo y váyase con él, que yo dejde ejte instante también me considero libre!" Y Me fui esa misma tarde, caminando por el camino real. Llegué a la casa y encontré a mi madre, que se llamaba María Eugenia y a laj hermanaj reunidaj. Nadie sabía qué tenía, sólo que cada vej le costaba máj dificultad andá y debía permanecer acojtada.


»No me quedé allí, para qué, sino que eché a andá por esos pueblos bujcando el remedio, acompañado sólo por una champeta que decidí apretarme al cinto, como por llevá algún arma. Fui a Lorica y a Cereté. Caminando llegué también a San Bernardo del Viento.  Allí me encontré con un tipo, que se hacía pasá por médico, pero con sólo hablá con él me di de cuenta que era un farsante y no sabía curá. Uno ahí mismo se da de cuenta...

 

 

Vengo del Viento

»Ya volvía a casa, despacio, derrotado, cuando me encontré a una señora, vieja conocida, que se detuvo a hablarme:


—Ajá, Lorenzo... ¿Y de dónde vienej?


—Vengo del Viento —le contejté—. Estoy bujcando un médico que cure la enfermedad de mi madre. Se va a morí.


—¡Anda! Bueno, yo he escuchado algunaj cosaj que te pueden serví, si no te molesta, claro ejtá.


—Hable tranquila —le dije—,que suj palabraj no me ofenden. Si me han de serví, bienvenidaj sean. Y si no, puej yo no tengo nada en el momento.


—Mira, Lorenzo, que dicen que en Montería hay un joven por el que uno se comunica con José Gregorio Henándej, ¿sabej quién ej José Gregorio? El médico venezolano. Y sé de casoj en loj que ha hecho milagroj. Vete para allá, que nada pierdej.



»Y eso hice. Al día siguiente, muy de mañana, despuéj de amanecé en la casa, salí para Montería, sin decirle a nadie lo que haría en la ciudad.

 

 

Yo dudé


San José Gregorio

»Recuerdo que iba solo por un camino largo, antej de llegá a la carretera principal donde tomaría el camión de ejcalera, cuando, de repente... se me apareció un hombre muy elegante, con saco y pantalón negroj y un sombrero de fieltro, también negro. ¡Era él! Era la imagen de José Gregorio... Pero yo dudé. Me estregué los ojoj con laj manoj para vé mejor y claro, cuando volví a mirar... ¡Nada! Yo dudé...


»En fin, llegué, puej, a Montería, di con la dirección que la señora me había anotado en un papel, pregunté por el nombre del tipo del que ya sí no me acuerdo, salió un joven como de unoj veintiocho añoj y me dijo que entrara. Le pregunté cuándo vendría José Gregorio y él me contejtó:


—Tiene que ejperarlo. No sabemoj cuándo venga. Esas señoras que están en el patio llevan cinco díaj ejperándolo y no lo han vijto. Hay que esperá".


»Ese día iban a mostrá por televisión la segunda pelea de Cassius Clay Muhammad Alí. Unos tipos que también esperaban me dijeron: "¡Hey, amigo, vamoj a ver el box en un televisor que hay a doj cuadraj de aquí! Seguro noj da tiempo". Me negué. Insistieron tanto que tuve que decirlej: Miren, señorej: yo no vine hajta aquí a ver boxeo, a ver peleaj... ¡no insistan que cuando digo no, sólo Dios me arranca!


»Y seguí ejperando. No me movía de allí. No sé cuánto ejperé. Díaj, tal vej. De pronto, de una pieza, una voz... una voz elegante, dijo mi nombre: "¡Lorenzo!" Yo, como enloquecío, miraba a todoj ladoj para vé de donde salía la bendita voj, que no era del joven ni de ningún hombre que allí estuviera. Ademaj, no había ningún hombre. Le dije: yo vengo por... "Sí yo sé a qué vienej tú, Lorenzo. Tu madre, María Eugenia, ejtá muy mala. ¿Pero por qué acudej a mí cuando el alma ya ejtá dejando el cuerpo? Ej tarde ya". Le pregunté qué tenía y él me dijo el nombre de la enfermedad, que ya olvidé. "Tu madre ha sido lavadora, planchadora, piladora, bailadora, dobladora de tabaco, asadora de pan y de casadilla... en fin... y no se ha cuidado, Lorenzo, no se ha cuidado. Pero voy a hacer algo contigo. Te la voy a dejar disfrutá veinte díaj máj". Y le dijo al tipo ese como de veintiocho años: "señor Fulano de Tal, apúntele ejte remedio y ejta inyección. Ah, Lorenzo, y el hombre que vijte a la salida de San Bernardo, ¡ese ej un charlatán! Y loj que te convidaron a vé la pelea, no son buenoj consejeroj. Debej sabé que no tengo consultorio en ninguna parte y tampoco cobro por laj consultaj". Yo, en secreto, prometí a Dios y al mijmo José Gregorio que si me curaban a mi vieja no volvería a bebé una gota de nada que tuviera alcohol ni volvería a mujereá en lo que quedaba de mi vida. Que si tenía cualquier pedacito de mujer, con ella me quedaría para siempre.


Volví a casa resignado con el resultado de mi viaje. Di a mi madre el remedio. No me atreví a poner la inyección, pero mi hermana lo hizo porque ella sí es enfermera. Y ¿saben ustedej cuánto tiempo estuvo mi mamá aliviada con nosotros? ¡Ponganle!: ¡diez años! Cómo no voy a viví yo agradecido con José Gregorio. Tengo una laminita con su imagen pegada en una tabla de mi cabaña y a veces la alumbro.

 

—Ajá —pasó bromeando el anfitrión, camino de la banca sombreada a pocos pasos de nosotros. ¿Cuándo había despertado?—. Quien los vea ahí tan divertidos van a decir que Ignacio Fernández Julio, el del Museo del Mar, contrató un cómico que entretiene al personal.


—No, señor, nada de cómico. Yo simplemente les estaba refiriendo mi historia. Ahora, en cambio, lej voy a contar sobre la vej que se varó un pej inmenso cerca de aquí. ¿Te acuerdaj, Ignacio, la vej que se varó ese animal en esoj arrecifej? Venía atacado por otro pej, una fiera a la que llamamos Aguja Faralá. Cuando lo vimos, ya estaba muerto. Los peces pequeños y las pirañas acudieron en cardumen a comerse el animal por debajo; los goleros, a comérselo por encima. Creo que todavía conservan uno de sus huesos en una casa por aquí cerca. Lo usan como banquito para sentarse...

 

 

 

Colofón

 

Monstruos marinos

 

El de mar tiene que ayudar al de mar. Es un viejo adagio que tienen los marineros.


Lorenzo Castellanos fue de mar durante muchos años. No paraba en tierra. Conoció y visitó todo el Caribe colombiano. Una vez debió hacerle señales con un trapo a la tripulación de un bote patrullero para que se alejara de un animal inmenso que surcaba las aguas por la popa.


Asegura que anteriormente había más monstruos marinos que hoy. Y que no era tan raro que un tiburón visitara esas playas.


«Recuerdo que Bolívar limitaba por aquí con Antioquia —a Córdoba y Sucre los sacaron despuéj— y tomábamos ñeque y fumábamos tabaco. Ambaj cosaj eran prohibidas por la policía de aquí de Antioquia. De modo que noj íbamoj para La Ijlita, una finquita en la que empezaba Bolívar y los policías no podían pasar. Loj desafiábamoj mojtrándolej lo prohibido: "¡Sí, ejto es ñeque y es tabaco y qué!" Y jugábamoj cartaj.

 

jueves, 13 de marzo de 2025

Ver con los ojos

(Columna Río de Letras publicada en el diario ADN, semana del 10 al 16 de marzo de 2025)

 


Hay quienes tienden a sobre explicar las ideas. Esto los lleva a usar pleonasmos, esa figura en la que se reitera una noción. Por abuso o simpleza, a veces resultan disonantes tales repeticiones que nada aportan —subir arriba, aterido de frío, testigo presencial, utopía inalcanzable, persona humana, accidente fortuito…—. En otras ocasiones, usadas con maestría, constituyen una manera lúcida de reforzar conceptos, enfatizar expresiones o brindar claridad a un asunto.


Hay ejemplos en la Biblia. “Pero el jefe de los escanciadores no se acordó de José, sino que le echó en el olvido” (Génesis 4:23), “Bajad a comprarnos grano allí, para que vivamos y no muramos” (Génesis 42:2), “En el principio estaba la Palabra y la Palabra estaba con Dios (…). Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe” (Juan 1:1).


Un as del pleonasmo es el juglar anónimo que compuso el Cantar del Mio Cid. Expresa: “llorando con los ojos tan gran gozo tenía”, “Muchos días nos veamos con los ojos de la cara”, “Sonrió con su boca Alvar Fañez Minaya”, “y con su boca empezó a hablar”.


Y qué tal la repetición de Polonio, al hablarle a la reina, en Hamlet, la tragedia de Shakespeare:


“Voy a ser breve: vuestro noble hijo está loco.

Locura llamo a eso,

pues definir qué cosa en verdad es locura,

¿qué otra cosa sería, sino solo estar loco?”.


Y sumemos otra pieza a nuestro dechado. Pertenece a la escritora Ana Rossetti y la presenta en el poema “Qué será ser tú”, incluido en Punto umbrío: “Qué, el estupor de ser tú, verdaderamente tú y, con tus ojos, verme”. 

jueves, 6 de marzo de 2025

Mujeres inolvidables

(Columna Río de Letras publicada en el diario ADN, semana del 3 al 9 de marzo de 2025)

 


Sheherezade y sultán Schariar.
Pintura de Ferdinand Keller (1842-19229.

Hablemos de mujeres. Sí, pero de algunas inolvidables. Protagonistas de entornos casi siempre dominados por hombres. Que luchan y defienden su autenticidad, aunque en ello se les vaya la vida.


No han faltado mujeres así en los relatos literarios. Sheherezade, en Las mil y una noches, la más valiente. Se ofreció a casarse con el sultán, a pesar de que este había decidido desposar a una virgen cada día y matarla al siguiente. Ingeniosa, se las arregló para atarlo con historias y, a la larga, curarle su envenenado corazón. Penélope, en la Odisea, defendió su casa y su fidelidad a Ulises con inventiva y valentía.


Emma Bovary y Anna Karenina enfrentaron la presión social, el chisme que acababa con su honra, por no traicionar sus sentimientos. Clarissa Dalloway, en La señora Dolloway, obra icónica del feminismo escrita por Virginia Woolf, muestra la represión sexual y económica, así como la resignada infelicidad a las que algunas son condenadas.


Otras no consideran que su realización dependa de factores convencionales como tener una pareja e hijos, sino en escucharse a sí mismas, no engañarse, perseguir sus ideales. Me refiero a Jo March, la de Mujercitas, e Elizabeth Bennet, de Orgullo y prejuicio. Por pertenecer a sociedades tradicionalistas, sus luchas y opiniones son más loables.


“La ambición de Jo era hacer algo magnífico; qué fuera, ella no lo sabía, pero dejaba al tiempo el descubrírselo, y entretanto su aflicción más grande era no poder leer, correr y montar a caballo tanto como quisiera”. Esto se lee en la obra de Louisa May Alcott.