(Columna publicada en el semanario Gente el 10 de diciembre de 2021)
Supongamos que
Un hijo natural, de Julio Nombela,
sea uno de los volúmenes de mi biblioteca cuya edición se hunde más en el
tiempo. Data de 1929. Es un pequeño ejemplar publicado por la Librería de la
Vda. De Ch. Bouret.
Alejandro
Dumas hijo tiene una novela titulada El
hijo natural, en la que el personaje entiende que no necesita a un padre que
no lo quiere como hijo; en la de Nombela, el protagonista cree que debe
obedecer al corazón y no guardar rencor al papá.
Pero no deseo
hablar del escritor francés, ni del español, ni de sus obras. Quiero resaltar
que ese ejemplar tiene 92 años y goza de buena salud. Lo debe haber leído un
puñado de personas antes que manos mayores lo pasaran a las mías. Puede seguir
siendo leído, porque, ¡cosa maravillosa!, el material del que está hecho no se
deshace ni las palabras se borran cuando se posa la vista en ellas.
Con este solo
argumento, el utilitarista, puedo asegurar que un libro puede ser uno de los
aguinaldos más baratos e ideales. Y original, pues ya a nadie parece ocurrírsele
dar sino aparatos. Y eso, sin recurrir a argumentos más contundentes, como que un
libro —de ficción, no ficción, ciencias o filosofía— encierra un mundo de ideas
que encienden la chispa de nuevas ideas en la mente que las recibe, para
generar, cómo no, otras nuevas, en una sucesión que toca el infinito.
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