John Saldarriaga
Yo, señores, soy John
Saldarriaga. La verdad, no sé esto qué quiere decir. Y bueno, a mí tampoco me
gusta ese nombre. Está unido a una sarta de personas, tradiciones e ideas que
pesan más que la cordillera andina.
Nací en Envigado,
municipio que se hizo célebre porque en él nacieron, crecieron y sufrieron dos
espíritus rebeldes: el maestro Fernando González y la pintora Débora Arango, he
vivido.
Pertenezco a una
familia cuyos apellidos son más bien enfermedades, Saldarriaga y Londoño. Las
generaciones que me preceden son endogámicas, al punto que uno se sorprende de
que ninguno de sus integrantes haya salido con cola de cerdo, como preocupaba a
ciertos personajes de Cien años de soledad, o idiotas como temen en este medio.
Un antropólogo de
estas montañas, Ricardo Saldarriaga, quien fuera hace años profesor y director
del Museo de la Universidad de Antioquia, llegó a decirme que ese apellido
quiere decir “sal de río” y que perteneció a una especie de horda de la región
vasca, dedicada al pastoreo y a explotar ese condimento que brotaba en
manantiales. Que sus miembros eran huraños y hoscos. No se asociaban con nadie
y sus encuentros con otros grupos se reducían a leves contactos para negociar productos.
Nunca he comprobado
esto, pero creo que el profesor dice la verdad. Esas palabras describen la
familia a la que pertenezco. En la casa de mi padre, es decir, de abuelos y
tíos, dedicados a la ganadería en pequeña escala, tenían un apodo que, además
de apoderarse del nombre, resumía lo dicho por el antropólogo: Cusumbos. Como
se sabe, este animal es de suyo solitario. Por estos días escribo una novela
sobre ella.
No conocí en esa
familia a alguien que escribiera o practicara algún arte. Sólo de mi madre,
Blanca, aprendí el amor por los libros.
Comencé a escribir
cuando tenía siete años y estaba en segundo grado en la Escuela Fernando
González. Y a los once o doce, a escribir algo así como mi protoperiodismo,
para periódicos de colegio. A los quince, para publicaciones locales,
especialmente El Informativo, crónicas, informes y artículos de opinión. Por
eso me parece impreciso decir que llevo diez años de periodista, como consta
oficialmente.
Entiendo el oficio en términos de Cepeda Samudio: periodismo es literatura
bajo presión. Y como García Márquez en eso de que entre estas dos prácticas hay
una muy nebulosa zona límite. Y son ellos, precisamente, los maestros que
admiro -de los nuestros-, seguidos de Gonzalo Arango y una lista larga de
nombres de allá y de aquí.
He sido cronista y
redactor cultural de El Colombiano. Antes edité el semanario El Observador, de
alcance metropolitano, perteneciente a El Mundo. En este también trabajé unos
siete años, en dos períodos iguales, en los cuales hice más o menos lo mismo
que he dicho: crónicas y redacción general.
En los medios de
comunicación en que he trabajado, me he dedicado al periodismo literario, con
crónicas y reportajes en los que he intentado hacer etnografía, pintar la
cultura, al tiempo que a los individuos.
En ocasiones también
croniquillas, muchas de las cuales, más que historias, son acuarelas de ciudad,
descripciones de costumbres, objetos en uso o en desuso, pues, me parece que el
periodista también debe fijar sus ojos, sus oídos, su nariz, sus manos, su
cerebro, su corazón, en una palabra, todo su ser, en llamar la atención sobre
estas cosas.
¿Para qué le sirve a un periódico un cronista?
Para que camine las
calles y sea testigo de la vida. Del pálpito de una ciudad y, sobre todo de su
gente. Y que luego intente hacer vivir -sufrir, amar, reír, morir- a los
lectores con los seres de papel haciéndoles sentir que son de carne y hueso,
linfa y sangre. Lo cual requiere hacer acopio de los mismos recursos que usa la
literatura de ficción: verosimilitud sobre todo. Porque no basta con exponer el
tema en un papel para sostener que lo que se menciona es no sólo verdad nino,
más que esto, posible.
Un cronista cumple con
la principal misión del periodista: estar ahí. Y sólo de eso habla. Hablar de
lo que no se ha visto, olido, palpado, sentido, es un adefesio.
Un cronista es el que consigue darle forma humana a la información
periodística. Y calor y sentido también.
He publicado más de
diez libros de periodismo y literatura, en los géneros de cuento, novela,
crónica, reportaje, perfil y fábula.
En los más de mis
reportajes y crónicas habitan personajes anónimos, en quienes intento descubrir
la proeza de vivir en la hostilidad de una sociedad y un Estado cada vez más de
espaldas a ellos.
En 2006 obtuve el
premio continental de periodismo, categoría crónica, que entrega la Sociedad
Interamericana de Prensa -SIP-.
Soy profesor de
Periodismo Cultural y Periodismo Público, en la Facultad de Comunicaciones de
la Universidad de Antioquia.Tengo un posgrado en Derechos Humanos, de la
Universidad Autónoma Latinoamericana.
Pero claro que uno no
es estas cosas; uno es, más bien el que está detrás de todas estas cosas,
viviendo, amando, luchando, escribiendo.
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