sábado, 22 de diciembre de 2018

Prontuario de John Saldarriaga

John Saldarriaga
Yo, señores, soy John Saldarriaga. La verdad, no sé esto qué quiere decir. Y bueno, a mí tampoco me gusta ese nombre. Está unido a una sarta de personas, tradiciones e ideas que pesan más que la cordillera andina.
Nací en Envigado, municipio que se hizo célebre porque en él nacieron, crecieron y sufrieron dos espíritus rebeldes: el maestro Fernando González y la pintora Débora Arango, he vivido. 
Pertenezco a una familia cuyos apellidos son más bien enfermedades, Saldarriaga y Londoño. Las generaciones que me preceden son endogámicas, al punto que uno se sorprende de que ninguno de sus integrantes haya salido con cola de cerdo, como preocupaba a ciertos personajes de Cien años de soledad, o idiotas como temen en este medio.
Un antropólogo de estas montañas, Ricardo Saldarriaga, quien fuera hace años profesor y director del Museo de la Universidad de Antioquia, llegó a decirme que ese apellido quiere decir “sal de río” y que perteneció a una especie de horda de la región vasca, dedicada al pastoreo y a explotar ese condimento que brotaba en manantiales. Que sus miembros eran huraños y hoscos. No se asociaban con nadie y sus encuentros con otros grupos se reducían a leves contactos para negociar productos.
Nunca he comprobado esto, pero creo que el profesor dice la verdad. Esas palabras describen la familia a la que pertenezco. En la casa de mi padre, es decir, de abuelos y tíos, dedicados a la ganadería en pequeña escala, tenían un apodo que, además de apoderarse del nombre, resumía lo dicho por el antropólogo: Cusumbos. Como se sabe, este animal es de suyo solitario. Por estos días escribo una novela sobre ella.
No conocí en esa familia a alguien que escribiera o practicara algún arte. Sólo de mi madre, Blanca, aprendí el amor por los libros.
Comencé a escribir cuando tenía siete años y estaba en segundo grado en la Escuela Fernando González. Y a los once o doce, a escribir algo así como mi protoperiodismo, para periódicos de colegio. A los quince, para publicaciones locales, especialmente El Informativo, crónicas, informes y artículos de opinión. Por eso me parece impreciso decir que llevo diez años de periodista, como consta oficialmente.
Entiendo el oficio en términos de Cepeda Samudio: periodismo es literatura bajo presión. Y como García Márquez en eso de que entre estas dos prácticas hay una muy nebulosa zona límite. Y son ellos, precisamente, los maestros que admiro -de los nuestros-, seguidos de Gonzalo Arango y una lista larga de nombres de allá y de aquí.
He sido cronista y redactor cultural de El Colombiano. Antes edité el semanario El Observador, de alcance metropolitano, perteneciente a El Mundo. En este también trabajé unos siete años, en dos períodos iguales, en los cuales hice más o menos lo mismo que he dicho: crónicas y redacción general.
En los medios de comunicación en que he trabajado, me he dedicado al periodismo literario, con crónicas y reportajes en los que he intentado hacer etnografía, pintar la cultura, al tiempo que a los individuos.
En ocasiones también croniquillas, muchas de las cuales, más que historias, son acuarelas de ciudad, descripciones de costumbres, objetos en uso o en desuso, pues, me parece que el periodista también debe fijar sus ojos, sus oídos, su nariz, sus manos, su cerebro, su corazón, en una palabra, todo su ser, en llamar la atención sobre estas cosas.
¿Para qué le sirve a un periódico un cronista?
Para que camine las calles y sea testigo de la vida. Del pálpito de una ciudad y, sobre todo de su gente. Y que luego intente hacer vivir -sufrir, amar, reír, morir- a los lectores con los seres de papel haciéndoles sentir que son de carne y hueso, linfa y sangre. Lo cual requiere hacer acopio de los mismos recursos que usa la literatura de ficción: verosimilitud sobre todo. Porque no basta con exponer el tema en un papel para sostener que lo que se menciona es no sólo verdad nino, más que esto, posible.
Un cronista cumple con la principal misión del periodista: estar ahí. Y sólo de eso habla. Hablar de lo que no se ha visto, olido, palpado, sentido, es un adefesio.

Un cronista es el que consigue darle forma humana a la información periodística. Y calor y sentido también.
He publicado más de diez libros de periodismo y literatura, en los géneros de cuento, novela, crónica, reportaje, perfil y fábula.
En los más de mis reportajes y crónicas habitan personajes anónimos, en quienes intento descubrir la proeza de vivir en la hostilidad de una sociedad y un Estado cada vez más de espaldas a ellos.
En 2006 obtuve el premio continental de periodismo, categoría crónica, que entrega la Sociedad Interamericana de Prensa -SIP-.
Soy profesor de Periodismo Cultural y Periodismo Público, en la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Antioquia.Tengo un posgrado en Derechos Humanos, de la Universidad Autónoma Latinoamericana.
Pero claro que uno no es estas cosas; uno es, más bien el que está detrás de todas estas cosas, viviendo, amando, luchando, escribiendo.

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