(Columna Río de Letras publicada en el diario ADN, semana del 7 al 13 de julio de 2025)
Creo que por estos años asistimos a un prestigio notable de lo real o de lo que parece real. Oímos decir a algunas personas que les gusta una película “porque se basa en un hecho real”. Promueven producciones de cine o televisión anunciando que “son casos de la vida real”, desligados de la ficción y, más aun, de la fantasía. Como si estas fueran de peor familia.
Quienes consideran que lo que “huele” a real es más valioso parecen
olvidar que, aunque una narración parta de una situación ocurrida, tras procesarla
en la mente y transmitirla mediante el lenguaje, ya no corresponde plenamente a
la que sucedió; es una interpretación de la misma. Una versión.
Menos recuerdan que la realidad no es cosa pura, sin
contaminación; tampoco la ficción ni la fantasía. En la cotidianidad conviven
asuntos inexplicables, mágicos, como cuando Simón González, intendente de San
Andrés, hizo llover en la isla tras una sequía, en el decenio de 1980. O como
cuando hubo un aguacero de sangre en Sierra Bagadó, Chocó, el 1 de agosto de
2008. Y no son metáforas. Luego de eso, la vida continuó como si tal cosa, con
su máscara de seriedad, con su aspecto de realidad. Y viceversa: en la fantasía
hay acontecimientos creíbles o, mejor dicho, que se parecen a los reales, como cuando
los personajes de una historia hablan, trabajan, aman, ríen, antes de entrar en
la pesadilla.
En fin, la idea es que quienes creen que en literatura vale
más la no ficción están equivocados. Y quienes consideran que la ficción es más
importante, también. Ningún camino es inferior a otro.
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