(Columna Río de Letras publicada en el diario ADN, semana del 18 al 24 de agosto de 2025)
Tres años antes de la
primera edición, sucedida en 1865, el británico Lewis Carrol —menos conocido
como Charles Lutwidge Dodgson— había inventado el relato para contárselos
de manera oral a tres niñas que iban con él en un navío, entre ellas, una tal
Alicia —Alice Liddell— de diez años.
En más de siglo y medio, quién no ha sabido de este clásico
que narra la historia de una niña que, por seguir curiosa a un conejo blanco
que va apurado, vestido con chaleco y portando reloj, cae por un agujero y
llega a un mundo extravagante, donde vive aventuras sorprendentes y conoce
personajes singulares, como la Oruga Azul y el Sombrerero Loco…
¿Qué hace
de esta novela la historia más conocida de la literatura infantil? ¿Cómo logra Carroll
cautivar a niños de todas las edades en diversas épocas, sin que disminuya el
encanto? Debe ser la naturalidad con la que presenta lo absurdo, como las
carreras frenéticas del Conejo Blanco, una metáfora del ser humano, que siempre
va de prisa por llegar a ninguna parte, o las sentencias de muerte de la Reina
de Corazones sin corazón.
“La
Liebre de Marzo y el Sombrerero estaban tomando el té frente a la casa, en una
mesa dispuesta bajo un árbol; sin cuidado alguno apoyaban sus codos sobre un
lirón que dormía profundamente entre ellos y hablaban sin más por encima de su
cabeza”. Así comienza el capítulo 7, Una merienda de los locos.

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